Ante la inmundicia de azuzar a la violencia como solución a la inmoralidad, la música es siempre un refugio sólido, por más intangible que parezca. Los recuerdos sobreviven y persisten protegidos por el manto invisible de las melodías.
Se muere Olivia mientras el país arde y brota la inútil necesidad de agradecerle algo cierto, aunque impreciso. Mi primer amor platónico fue un ave de corral. Llegó a mis manos en un cumpleaños infantil, cuando se tenía por costumbre regalar como sorpresa un pollito vivo.
La insidiosa corrección social de hoy en día lo condenaría, y al pollo tal vez habría que llamarle polle. Pero en esos días regresar a casa con una blandura amarilla con sentimientos oscilantes entre la confianza y el pavor era trascendente. No era un juguete. Era vida.
El pollo resultó siendo gallina. Jugaba y dormía contigo. Comía quinua de mi mano cuando este grano aún no era exquisitez gourmet. Le dije en secreto que me casaría con ella. Pasábamos tardes románticas, castas y puras. La música de fondo era un disco de mis hermanas que sonaba oportunamente sentimental. Era el de larga duración Have You Never Been Mellow. La portada del disco era el retrato ensoñador de la joven australiana Olivia Newton John. Imaginaba que si la gallina tuviera cara sería esa.
La canción homónima que daba nombre al disco, entendía, era un reclamo desesperadamente amable por dulzura. ¿Alguna vez has intentado serlo?, preguntaba Olivia suavemente. El pollo escuchaba la letra con los ojos desorbitados, que es como miran lo que no entienden.
Un día el ave desapareció. Dado el tamaño que había adquirido, más próximo a un libro de recetas que a una amistad, nada se dijo cuando un suculento pollo al horno se presentó majestuoso sobre la mesa familiar.