Trabajo frente a una cámara de televisión desde el 2003 y soy consciente de que quienes estamos ahí vivimos bajo un ojo fiscalizador constante: «Mira ahí está la de las noticias». «¿Cuál?» «La que sale con Federico, pues». Y al toque empieza un escaneo de mi ropa, mis acompañantes, qué estoy comiendo, si soy igual de gorda que en la tele, si se me ve más joven, si hago cola como todo el mundo o si tengo alguna gollería, etcétera.
Cuando estoy con jeans, zapatillas y sin maquillaje es difícil que me reconozcan en la calle, pero trato de cuidar mi imagen y con mayor razón si cada mañana denuncio las mil infracciones y delitos que cometemos los ciudadanos.
Jamás acepto ni un sorbo de vino si estoy manejando a pesar de que hay un límite máximo de tolerancia, pues no sería descabellado que a la salida de la reunión me cruce con una batida y me toque un policía que me sienta el olor a alcohol – así sea un poquito, siempre huele- y que diga que su alcoholímetro está malogrado y me lleve a hacerme una prueba de sangre. Al poco rato, antes siquiera de recibir los resultados, mi foto estaría en redes sociales: «Periodista es conducida a comisaría para realizarle dosaje etílico. Policía dijo que olía a licor».
Y no estoy paranoica ni exagero: una vez acompañé a la comisaría a mi hermana que había chocado y llegaron periodistas de espectáculos a preguntarme qué había hecho. Como vieron que no pasaba nada, se fueron, pero igual a mi hermana le metieron el micro y le quedó el mal sabor de boca, así que siempre pienso las cosas dos veces antes de hacerlas. Cuido las formas y trato de pasar desapercibida.
Pero desde que me convertí en madre cada vez me importa menos que la gente me esté mirando si se trata de corregir a mi hijo Fabio.
Hace unos días estaba en una pastelería muy concurrida y mi hijo estaba a mil: parecía que tenía hormigas en el cuerpo. ¿Les ha pasado? Uno siente que todo el mundo te mira y juzga por no tener quieto a tu hijo. Yo siento eso multiplicado por cien. Alucino que quienes nos miran creerán que no lo sé educar, pero no me importa y actúo como si estuviera en mi casa.
Fabio tiró un aviso con la oferta del día de la cafetería y todas las servilletas de la mesa. Por supuesto que me molesté: «Eso no es posible, Fabio, recógelo por favor». Y el chibolo nada, seguía saltando como loco. A quienes no les ha pasado aún, prepárense. Así son los niños: están aprendiendo a controlarse y retan constantemente al resto y sobre todo a los padres.
Entonces se me acercó un joven muy guapo y diligente a recoger el desastre del piso, pero yo con los ojos muy abiertos y la voz entre dientes le pedí que por favor dejara todo en el piso. Debió pensar que soy una loca desquiciada, pero quería enseñarle a mi hijo que no se tiran las cosas y que debía hacerse cargo del desorden.
Como no me hacía caso, lo tuvimos que hacer juntos, comenzó a llorar y a decir que no quería mientras yo continuaba diciéndole que eso no era posible. Después de cargarlo un rato se calmó, pero fue un espectáculo.
Ha hecho eso miles de veces más y yo he actuado de la misma manera. Esa es nuestra tarea: repetirles las cosas hasta que aprendan y en el camino no perder la paciencia. Es agotador así que no te estreses si estás en la calle. Yo prefiero olvidarme de dónde estoy, antes que dar mi brazo a torcer por vergüenza o pudor ante el qué dirán. Siempre habrá alguien que cree que lo estás haciendo mal o que pudiste hacerlo mejor. Y será imposible darle gusto a todos.
Es incómodo que tu niño llore o grite en público, pero creo que es importante dar señales claras a nuestros hijos. Primero que sepan que mamá no va a permitir que sobrepase las reglas, y segundo que no es necesario alzar la voz, menos aún pegar, solo que sepan que eres firme. Eso es lo que nos toca como padres: apechugar y seguir con nuestra misión de educarlos sin importar que tengamos 50 ojos encima mirando o criticando la escena. Disculpen, si me ven así en la calle, pero cuando estoy con mi hijo ya no soy la mujer de la tele, ahí soy solo la mamá de Fabio.