Lucía de Althaus
Los padres inadecuados se dividen en dos grandes y equidistantes grupos: los que no se ocupan de sus hijos y los que se ocupan demasiado. Es burda la tipología, pero nos ayuda a entender un error común. Es bien sabido que los padres que no se hacen cargo de sus hijos, que no los respetan, que no les dan tiempo y cariño van dejando en ellos la sensación de no ser importantes, generando carencias emocionales que durante el desarrollo se observarán en síntomas como problemas de conducta, agresividad, drogas o hasta comportamiento delictivo. Pero no queda tan claro que los padres demasiado buenos, también pueden generar trastornos en el desarrollo.
Este es un problema cada vez más presente en nuestra sociedad: padres que por alguna motivación consciente (quieren diferenciarse de sus propios desconectados padres) o inconsciente (por culpa, angustias no explícitas) deciden definitivamente no fallarles a sus hijos, estar siempre para ellos, ofrecerles todo lo que no tuvieron. Y este impulso de amor no está en esencia equivocado –queremos nuestros hijos y deseamos lo mejor para ellos– pero no pretendamos ser perfectos, pues no solo es imposible, sino que terminaría por abrumarlos.
Padres helicópteros
Este fenómeno de padres sobreprotectores e invasivos tiene un nombre: Los padres helicóptero. Son padres que ‘sobrevuelan’ por la vida de sus hijos, intentando controlarlo todo, asegurándose de que no comentan errores, que se relacionen con las personas ‘adecuadas’, que les hacen todas sus tareas y hasta subsanan sus metidas de pata. Son padres que quieren ser perfectos y esperan que sus hijos también sean perfectos, competitivos, líderes, primeros en todo. En el fondo, tienen un miedo irracional de que les pase algo a sus niños, o se sienten inseguros en su función paternal y por eso necesitan esforzarse tanto.
El problema con este tipo de crianza es que debido al sobrecontrol de los padres, los niños pierden experiencias de aprendizaje, pues a partir de los errores y vivencias nuevas es que uno aprende. Dependiendo de la personalidad del niño, unos padres así pueden generar que este absorba ciertos miedos y los haga suyos, convirtiéndose en un chico temeroso. Y en otros casos, puede terminar siendo un niño rebelde y violento por no haber tenido la libertad de elegir y equivocarse.
Padres suficientemente buenos
Frente a esta tendencia, sería bueno recordar algunos conceptos fundamentales clásicos de la psicología del desarrollo. Donald Winnicott, psicoanalista inglés que estudió las relaciones de apego madre-bebé, explicó con genialidad que, para crecer sano, el bebé necesita una madre “suficientemente buena”. Es decir, aquella que tiene un vínculo afectivo con su hijo y reconoce sus necesidades (físicas y emocionales), pero que poco a poco también va desilusionando a su bebé, se va separando de él, comete errores y va dejando de ser perfecta. Esto, cuando la conexión emocional persiste, permite al niño lograr su independencia, pues confía, aunque mamá no esté, que ella volverá. Así se forma la necesaria “madre interna”, una presencia materna que lo acompaña siempre.
Emi Pikler, médico pediatra húngara, es más enfática al afirmar que el niño es un ser más independiente de lo que pensamos, y que necesita de la compañía y observación de un adulto que respete sus necesidades, pero que no esté encima de él todo el tiempo. A través de los cuidados amorosos (el baño, la comida, la hora de dormir), el adulto le transmite la seguridad y la confianza para que luego el niño, con esa confianza ya interiorizada, salga a descubrir el mundo de manera más autónoma.
Los padres somos fundamentales para el crecimiento de los hijos, pero no porque nos necesiten las 24 horas del día ni porque debemos ser infalibles, sino por el poder estructurante que puede tener una buena conexión emocional con ellos, conocerlos, cuidarlos y amarlos, respetando sus características y tiempos.