Jeremías Gamboa
La primera vez que vino a Lima, el autor chileno Alberto Fuguet les pidió a sus anfitriones que lo llevaran a hacer un “tour Vargas Llosa”. ¿Un “tour Vargas Llosa”? Sí, claro. Antes que ir a comer a los restaurantes de moda o de recorrer los museos recomendados en las guías turísticas, lo que el escritor quería era ver con sus ojos aquellos sitios en los que había estado antes, a través de las ficciones del novelista peruano. ¿Era posible ir al colegio militar Leoncio Prado y a la Casona de San Marcos?, les preguntó. ¿Existía la Quinta de los Duendes o el bar La Catedral? ¿El parque Salazar? ¿Radio Panamericana? ¿Era posible que le concedieran ese tipo de itinerario?
Una mañana limeña de cielo encapotado, yo le hablaba de ese paseo al novelista español Javier Cercas, mientras ambos recorríamos las instalaciones del colegio militar donde ocurre “La ciudad y los perros”. Parados en la puerta del colegio en la que el Jaguar habría detenido al teniente Gamboa para confesarle su supuesta culpa en el crimen del Esclavo, Cercas lanzó un suspiro y me dijo: “Joder, es como si ya hubiera estado aquí antes”.
El Caribe de ficción
Siento lo mismo al recorrer desde un taxi, a medianoche, las calles de la ciudad amurallada de Cartagena de Indias, en Colombia. Vine a participar del Hay Festival, una feria literaria que se trasladó a esta ciudad para rendirle honores al Nobel colombiano Gabriel García Márquez, que vivió en ella. Apenas empiezo a ver las casonas señoriales y sus frondosas enredaderas, los balcones emboscados en las partes altas de los muros de colores, las arcadas cubiertas de sombras, me asalta la inconfundible sensación de ser un fantasma o un tipo que retorna a un territorio ya conocido o habitado.
Me pregunto si será posible detectar con claridad bajo qué balcón se enamoraron Fermina Daza y Florentino Ariza en “El amor en los tiempos del cólera” o si será posible dar con el lugar en el que aquel fatídico perro lucero mordió el tobillo de Sierva María de Todos los Santos en “Del amor y otros demonios”. ¿Y si me regalo un “tour García Márquez”?
Locaciones de un Nobel
Despertar en una ciudad que no es la tuya es una experiencia extraña y fascinante. Si, además, uno ha estado antes en esa ciudad a través de la experiencia física y emocional de la imaginación narrativa, si ha estado en la piel de alguien dentro de ese mundo de ficción, el efecto puede ser devastador. Desde la ventana de mi hotel en Cartagena, me parecen familiares todas las personas que atraviesan la ciudad.
Ya en la calle, bajo un sol sofocante, voy en busca de la casa de García Márquez, y reconozco como propios el taconeo de los carruajes contra el empedrado de las calles, la imagen de esas mujeres abisinias llevando frutas sobre la cabeza, las risas de estruendo de los tipos jugando cachito en las esquinas. Y descubro que el majestuoso hotel Santa Clara, sede central del evento, fue el convento de las clarisas en que ocurre la aciaga historia de “Del amor y otros demonios”, y que entre sus patios, habitaciones y corredores vivió internada esa niña contagiada por la rabia que habla en lenguas africanas y de la que se enamora perdidamente su supuesto exorcista.
Aquí, el 26 de octubre de 1949, un joven reportero llamado Gabriel García Márquez llegó para presenciar el retiro de los cadáveres cuando el hospital público pasó a ser hotel y descubrió el cuerpo de la niña de cabellos larguísimos que dispararía su macabra ficción. Por un momento me alegro de estar hospedado en otro hotel.
Encontrar los espacios puntuales donde se dan los hechos de “El amor en los tiempos del cólera” es una empresa más difícil. Leo algunas crónicas que establecen correspondencias entre las calles y parques de la ficción y los de la realidad. García Márquez solo nombra el barrio de Getsemaní, pero luego, a la manera de Cervantes, prefiere difuminar las fronteras para que la historia de esos amores que resisten el paso del tiempo pueda ocurrir en cualquier calle o parque, bajo cualquier soportal.
Hay un momento en que uno deja de buscar las equivalencias y se arroja al efecto envolvente y mucho más potente de sentir que todo, completamente todo lo que se ve y se toca, ha sido escrito por alguien, casi como estar en una ciudad de palabras. En momentos como esos no es difícil pensar en el propio García Márquez, ese chiquillo de carne y hueso que en 1948 llegó sin nada en los bolsillos a esta ciudad histórica tras el ‘Bogotazo’ y que, durante su primera noche, se quedó a dormir en la banca de un parque usando de almohada un morral que contenía los manuscritos de sus primeros cuentos. Así al menos lo relata él mismo en “Vivir para contarla”, su libro de memorias.
Uno recorre la ciudad a pie, en carroza o en bicicleta, y no deja de pensar que esos cuentos eran la semilla de un arte que crecería hasta nombrar un mundo entero y recrear esta ciudad al punto de convertirla casi en el efecto de una escritura. De actos mágicos como estos, claro, está hecha la gran literatura.