Hace unos días una de mis mejores amigas cumplió cuarenta años. Hizo una gran fiesta, con la misma ilusión y alegría contagiosa que ha tenido toda la vida. Sus fiestas en la universidad eran frecuentes y siempre memorables. Divertida, audaz e intensa, tenía siempre un poderoso imán para convocar todo tipo de amigos y llenar su casa con fiestas que duraban hasta el amanecer. Traviesa desde chiquita, sorprendía con sus ocurrencias. Como la vez en que decidió que nadie se iba, cerró con llave y la escondió –tiempos en que Defensa Civil aún no había creado conciencia de peligro en nosotros-. Ella nunca se preocupaba de que no viniera suficiente gente. A sus fiestas la gente se colaba.
El viernes pasado celebró sus cuarenta. Contenta, tranquila y guapa, con un vestido espectacular y unos tacos maravillosos, fue la encantadora anfitriona de siempre. En un ambiente divertido y sexy, con un DJ que puso la música que a ella le dio la gana escuchar y no la bailadita del verano, reunió a un gran número de amigos queridos, de distintos lugares y épocas de su vida. Parecía una extraordinaria reunión de reencuentro, donde la mayoría bailamos y disfrutamos como cuando estábamos en la universidad. Fue emocionante ver a las personas de antes tras el paso de los años. Las mismas caras con distinto gesto. La vida había hecho algo con todos nosotros. Y se notaba.
Cuarenta es un número emblemático, al que he mirado algunas veces con curiosidad y otras con temor. Los cuarenta cargan el gran peso de sentirse como la mitad del camino de la vida, el punto medio entre el nacimiento y la muerte. Por eso a algunas mujeres nos choca. Porque nos confronta y nos obliga a tomar conciencia de dónde estamos, ver hacia adelante y hacia atrás, y tomarnos examen. Cuestionamos nuestros logros y expectativas. ¿Qué logré? ¿Estoy donde soñaba? ¿Cuánto falta? ¿Cuánto queda? ¿Cómo me veo? ¿Me gusto? ¿Qué quiero cambiar?¿Qué me importa y qué ya no? ¿Qué quiero hacer ahora? ¿Soy feliz?
Cuando yo tenía diez años, mi mamá y las mamás de mis amigas recién se acercaban a los cuarenta. Pero para nosotras eran todas señoras. Esa edad era sinónimo de mamá, de canas (pintadas o no), de auto familiar, de autoridad, permisos y propinas, de ropa de baño entera en la playa, y de irse a la cama a las diez de la noche. Nunca me hubiera imaginado a mi mamá en una fiesta juergueando. Jamás.
No sé si las cosas han cambiado o si recién me doy cuenta, pero si bien ya somos tan “señoras” como las de antes, no somos –o no nos sentimos- tan aseñoradas como lo hubiéramos imaginado. Veo a mis amigas con el mismo espíritu vital de hace 20 años –y quizá alguna pata de gallo-, pero principalmente enriquecidas por el paso del tiempo, y con más aplomo y fuerza que nunca. Mujeres cada vez más interesantes, más cálidas, más sólidas, más compasivas, solidarias e incluso más seductoras.
Es verdad que cada edad tiene su encanto. Ya no tenemos la misma inocente espontaneidad de antes, ni esa deliciosa soberbia que se tiene antes de que la vida te rompa el corazón o te golpee de tantas maneras. Aprendemos a acoger las heridas de guerra, pararnos, fortalecernos y ver mejor. Y valorar los logros del amor puesto en lo que hemos hecho y seguimos haciendo. Entonces esa profundidad en la mirada, esas líneas de expresión que reflejan lo vivido, se vuelven un hermoso tesoro.
Sigue gozando y contagiando tu espíritu, querida Mariana. Hora tras hora, día tras día, todos los meses y años que están por venir. Baila, ríe y abraza siempre a tus seres queridos tan fuertemente como sabes hacerlo. ¡Que viva la vida! Transcurrirla gozando, poniendo el cuerpo y los sueños en movimiento es tu gran conquista.