Los últimos artículos de Lorena Salmón me han gustado especialmente porque han señalado dos temas que en realidad se conectan: uno se refería a cómo nos juzgamos a la ligera unos a otros e invitaba a dejar de hablar de las personas para profundizar en las ideas –léase, dejar de lado el chismorreo y dedicarnos a reflexionar más–. En el otro compartía en su estilo simpático e irreverente, sus cuestionamientos sobre usar o no ropa interior con relleno, cuánto modificar su cuerpo, despojada de moralismos y permitiéndose optar por lo que la hiciera sentirse mejor
Me parece importante resaltar estos artículos por la mirada que traen: honesta, divertida, libre, poniendo sobre la mesa, entre líneas, el tema de la libertad propia y el respeto por la libertad ajena. ¿Nos permitimos ser lo que nos da la gana? ¿Toleramos que el otro haga lo que lo haga feliz? Nos cuesta. Y mucho. Juzgar es pan de cada día. Limitarnos nosotros mismos es la otra cara de la moneda. El precio de vivir juzgando.
Recuerdo el extraordinario monólogo del personaje de ‘La Agrado’ de la película “Todo sobre mi madre”, que remata “… porque una es más auténtica cuando más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Gran sentencia. Intensa y tan debatible como válida.
Nos la pasamos definiendo –o intentando definir– cuál es la mejor manera de vivir, pretendiendo lograr lo ideal, lo correcto, cuando en realidad eso no existe. Lo que existe es ‘lo mejor para uno mismo’ (aunque cada vez para más mujeres eso se está volviendo un estrés, porque se están autoexigiendo demasiado). En realidad, más precisamente, lo que me hace feliz. Por eso estoy de acuerdo con que quien se quiera poner prótesis, lo haga; que quien se quiera modificar la nariz, que lo haga; quien quiera adelgazar y estar más saludable, que lo haga (sin considerar acá obsesiones ni casos de anorexia, vigorexia, etc. Ese es otro tema). Y los demás, fijones y rajones, podríamos intentar ocupar la mente e interesarnos en cosas que no tenga que ver con la vida de los demás. Abandonar esos pensamientos juiciosos y metetes, y conquistar para nosotros la misma libertad que los demás se merecen. Preguntémonos qué quisiéramos para nosotros mismos, que nos haga disfrutar contentos sin preocuparnos en cómo nos juzgarán.
Cualquier cosa que hagamos tendrá quienes lo entiendan, quienes lo aplaudan y quienes lo critiquen. Por ejemplo, una mujer mayor con un buen cuerpo e impecable, puede ser tildada de frívola porque le importa ‘demasiado’ su aspecto físico y a esa edad eso ya no queda bien. Pero otra señora que no hace ningún deporte y que tiene sobrepeso y arruguitas, sin duda sabe que se comentará a sus espaldas “cómo se ha desmejorado”. Si se pone algo sexy: “qué desubicada”. Si se tapa mucho: “qué aburrida”. Del mismo modo, se dirá de una chica joven con ropa suelta: “qué tímida”. Con ropa pegada: “qué sapa”. Sin busto: “qué plana”, pero con mucho: “no se ve elegante”. Y que ni se le ocurra usar escote, porque se asumirá que “algo quiere conseguir”. Pero si se tapa, “qué reprimida”.
Así somos. Si te haces algún cambio notorio se concluirá que “no te aceptas a ti misma”. Si no te lo haces, entonces “no te cuidas”. Cirugía, maquillaje, prótesis, tacos, escotes, estilo sexy, estilo conservador, impecable, casual, todas son opciones que cada una elige por su comodidad, estilo de vida, personalidad, deseos y gustos.
Sí, juzgar menos a los demás es un excelente consejo. No solo para el otro sino porque nos ayudará a sentirnos más libres. A aceptarnos también. Y cuidarnos, arreglarnos, y si nos provoca modificar algo que nos haga sentir mejor, también. Dejando que los demás hagan lo que quieran y permitiéndonos explorar lo que nosotras queramos probar, hacer, dejar de hacer y ser.