“Hijo de Ferrando tiene mariachi hace quince años”, decía la primera plana del tabloide en enormes letras negras. El periodista estaba sosteniéndolo frente a sus ojos. Encañonándolo con esa escopeta de dos cañones que es la prensa amarilla. Y como si la indiscreción necesitara ser sazonada con morbo adicional, le preguntó: “¿Te molesta que escriban estas cosas?” Entonces el menor de los Ferrando, cuya intimidad siempre fue pasto de especulaciones en los bajos fondos de la prensa nacional, respondió: “Claro que me molesta porque no son quince años, sino veinte”.
Así salió del closet. Mucho tiempo después recordaría ese incidente con la misma fuerza de voluntad y espíritu deportivo que tuvo para sobrellevar el “estigma” de ser el hijo gay de un zambo de 1.90 cm de estatura y 140 kg de peso. Del Prometeo televisivo y notable coleccionista de guayaberas que durante 30 años fue dueño de los sábados en el Perú. Semejante macho del pueblo no podía, a entender de algunos, tener un hijo siquiera amanerado. “Yo ya me estaba preparando para el día que mi papá no estuviera y la prensa me agarrara con palo. Total, tenía 50 años y nadie me había conocido una sola enamorada, ni que yo fuera del grupo de Rafael Rey, ¿no?”, decía, afilando el humor.
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ZONA FREAK
En realidad, Juan Carlos Ferrando Ferrando (Lima, 1951) había salido del closet ya en la adolescencia. “Nunca me atrajeron las mujeres. Me grababa en cintas magnetofónicas para escucharme y corregir mis amaneramientos. También me filmaba. Y sí pues, me veía mariconísimo. Todo eso estaba destrozándome el cerebro. Hasta que a los 16 me dije o me quieren como soy o dejo de estar viviendo en función de otras personas. Imagínate si hubiera tenido que esperar que mi padre muriera para tener pareja. Tuve que manejar las riendas de mi vida por lo bajo, sin exagerar. Hasta aquella entrevista nadie me había dicho públicamente gay”.
Porque su orientación sexual, punto arquimédico sobre el que gravitó su existencia, fue al mismo tiempo el puñal y la herida. La caricia y la fractura. Su tormento y salvación. Desde que tenía 4 años y estaba haciendo fonomimia con long plays de zarzuela. Para que años después sea su progenitor en persona quien le compre las pelucas con las que en la Peña Ferrando imitase a Georgia Brown, cantante brasileña dueña del falsete más extenso del mundo cuyas notas más agudas eran imperceptibles para el oído humano, una delicia para perros y murciélagos. Una freak, como Juan Carlos.
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Sobreprotegido por su padre, no tenía necesidad de trabajar. Antes de la mayoría de edad ya manejaba un convertible con dos carburadores. Y viajaba por el mundo. Vivió en Suiza. Aprendió tres idiomas. Pero la procesión iba por dentro. “No tenía miedo de vestirme de mujer, sino a lo que pensaran de mí. A mi familia. A mis mejores amigos. Si sabían que era gay, los perdería inmediatamente”. Su padre le inoculó ese miedo, a que la gente supiera de su homosexualidad. Hasta pagó a una clínica para que subrepticiamente le inyecten hormonas masculinas. Lo único que logró es que se le engrosara la voz. Y que en el señor Alfredo Caballero Rayter encontrara al amor de su vida.
SINO MALDITO
Solo con la muerte de su padre (1999) cristalizaría su identidad drag–queen. Fraguado en el café teatro, los sketches, la esgrima verbal y esa especie de ‘folies bergère’ aborigen con cantito (“Augusto Ferrando / te invita cantando / al más alegre y millonario trampolín”), la carrera artística del menor de los Ferrando se cubrió de gasas y lentejuelas en abierta discordia con la imagen de criollo arrogante, bravucón y chacotero que había dejado el patriarca. Sus estudios de producción de cine y televisión en la BBC y su identificación ‘burlesque’ terminaron de perfilar al ‘flamboyant’. Hasta convertirlo en el gran ícono de la comunidad TLGBIQ.
Así, desde la segunda mitad de los años setentas se fue transformando “simultáneamente en diva, madre patria, santa limeña y presidenta de su propia república en una y mil performances audaces, sacrílegas e impías que no supieron de batidas, cierres de locales, toques de queda o asedios del alcantarillaje televisivo. Fue también precursor de la primera Marcha del Orgullo Gay en el Perú. Y sus apariciones, frecuentemente silenciadas, se convirtieron en verdaderos actos de resistencia para su comunidad. Todo mientras peleaba con la crónica densidad de glucosa en sus venas: se llama diabetes mellitus y había matado a toda su familia.
Empezando por su padre y continuando con su hermano Rubén, que pisó una conchita en Miami, la herida se le infectó, se gangrenó y tuvieron que amputarle el pie. Luego se suicidó. Cuando a Chicho Ferrando el médico le dijo que tenían que cortarle una pierna, le preguntó si podía llevársela a casa “para que me hagan patita con maní”. La llamada ‘maldición Ferrando’ alcanzaría a Leonidas Carbajal, también le amputaron un pie antes de morir. La larga agonía de Felipe Pomiano ‘Tribilín’ no fue un chiste: terminó limpiando los buses de la 73 en los arenales de Lurín. Unos criminales en fuga de Lurigancho usaron a la Gringa Inga como escudo humano antes que ella se olvide todo y expire en Chaclacayo.
PESO Y LEVEDAD
El origen de semejante maldición estaría en el matrimonio de don Augusto con su prima Mercedes Ferrando Dietz. Ese inexplicable enlace consanguíneo, agravado por la relación en paralelo que mantuvo con la hermana de su mujer ––alguien los llamó ‘la tía Julia y el animador’––, habría incidido directamente en los afectados panegíricos de Carbajal ––‘el filósofo de la miseria’, ‘el feo que habla lindo’––. En el achoramiento naif de Violeta Ferreyros. En la ininteligible dicción de una gringa con estancia permanente en la Luna. Del maestro Otto de Rojas, tecladista que se lanzaría al vacío desde el piso doce de un edificio en la Av. Pardo, más bien se habló poco.
Tremenda diferencia con la cobertura mediática que recibió la enfermedad de Juan Carlos. Desde el relato pormenorizado de los síntomas iniciales hasta esa larga rotación por los hospitales de Jequetepeque, Pacasmayo, Lima y Trujillo que supuso su agonía. Ahí queda ese cúmulo de entrevistas a un hombre que apenas podía hablar. Como esa vez que ingresó en camilla al set de un conductor de televisión cuya naturaleza extraterrestre quedó probada hace poco cuando recomendó el uso de una secadora de pelo sobre las fosas nasales para combatir el coronavirus. Todo eso quedará felizmente en el olvido. Menos su amor por la vida y firmeza de convicciones. Que la Tierra le sea leve, entonces.
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