A comienzos de la penúltima semana de abril, ‘Greg’, un mono huapo colorado (Cacajao calvus ucayalii) que vivía hace tres años en Pilpintuwasi –un centro de rescate animal ubicado a 20 minutos en bote de Iquitos, a orillas del río Nanay-, comenzó a sentirse mal. Estaba apático, tenía fiebre, no comía. Entonces Gudrun Sperrer, la promotora de este refugio, tomó medidas urgentes.
“Le dimos un antibiótico, tras una llamada al veterinario, quien no podía venir –cuenta esta asistenta social austríaca que vive en el Perú hace 39 años-, pero al día siguiente murió en mis brazos”. Posteriormente, le hicieron una necropsia en Iquitos: había muerto de peritonitis. Debido a la cuarentena, Gudrun no pudo desplazarse ni averiguar qué causó el cuadro.
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Sin rescate ni provisiones
Gudrun Sperrer mantiene la pena por ‘Greg’ y la preocupación por los 96 animales que tienen en Pilpintuwasi, entre los que hay 52 monos de diversas especies, 10 tortugas motelo y un jaguar llamado “Pedro Bello”. La inmovilización social, establecida para controlar la expansión del COVID-19, ha limitado sus posibilidades de conseguirles medicinas, comida, asistencia.
“Antes tenía que ir a Iquitos dos veces a la semana –explica– y con eso bastaba para comprar alimentos. Me demoraba unos 45 minutos. Ahora tengo que ir cuatro veces por semana y me demoro cerca de dos horas en cada viaje porque no hay transporte público para ir del puerto al mercado. Todo se ha complicado”. A eso se añade la carencia de ingresos por la ausencia total de turistas, que constantemente visitaban el centro.
“Todo está conectado y cuando los afectamos a ellos nos afectamos a nosotros mismos”, precisa, para responder a quienes, en una coyuntura tormentosa como la actual, alegan que no tiene sentido preocuparse tanto por los animales, ni domésticos ni silvestres. Como los otros 13 promotores de centros de rescate que hay en el país, sabe que ronda un riesgo supremo.
‘La Isla de los Monos’, otro centro de rescate –ubicado precisamente en una isla de 450 hectáreas, clavada en el río Amazonas, a 30 kilómetros de Iquitos–, también se encuentra en severos problemas. Aloja a más de 300 primates, entre pichicos, tocones, huapos negros y leoncillos, y en estos momentos hace malabares para poder subsistir.
Lucero López Lavalle, la administradora, cuenta que les faltan “verduras, castañas, huevos e incluso leche para los más pequeños”. También para sostener a ejemplares como ‘Kofi’, un mono choro de cola amarilla (Oreonax flavicauda) que se encuentra en Peligro Crítico, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). “Tenía seis meses al llegar –recuerda-, no podía ni levantar la cabeza, y la hembrita que lo acompañaba murió”.
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Contra el tráfico y los virus
Según el Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre (SERFOR), hay al menos 318 especies que son víctimas del tráfico de animales silvestres en el Perú. De ellas, 86 sufren algún grado de amenaza y miles son decomisadas por las autoridades cada año. Solo en el 2017, se recuperaron más de 10 mil animales de las garras de los traficantes, que viven de un negocio ilícito que se ha extendido a 14 departamentos del país.
Dado que dicha actividad ilegal es tristemente colosal, el Estado no puede solo y los centros de rescate se han convertido en una barrera de contención. Neutralizan el tráfico, alojan especies maltratadas y, si es posible, las devuelven a sus ecosistemas. O las devolvían, porque ahora se hace mucho más difícil.
En un mundo ideal, según el biólogo José Luis Mena de Wildlife Conservation Society (WCS), “los centros de rescate no deberían existir”. Pero justamente existen porque el comercio ilícito de fauna es despiadado e incontrolable. Apoyan la Estrategia Nacional para Reducir el Tráfico Ilegal de Fauna Silvestre en el Perú 2017-2027, establecida por el Estado en el gobierno anterior.
Pero más aún: su actividad es clave para evitar que puedan estallar nuevas epidemias debido al salto de virus de animales hacia humanos. “El mercado de Belén es como nuestro Wuhan peruano”, sostiene Javier Velásquez, fundador del Centro de Rescate Amazónico (CREA), que aloja a unas 600 especies, desde manatíes hasta primates, reptiles, aves y un felino.
Mena cree, al igual que Velásquez, que los lugares de tráfico de animales son como una suerte de “caja negra” en la que no se sabe qué puede salir. Piensa que “es cuestión de tiempo” que ocurra algo y que la actual situación de los centros de rescate juega en contra de la lucha para evitarlo.
La escasez que sufren, en todo el país, es una deriva riesgosa. En ‘La Isla de los Monos’, no hay turistas, no hay ingresos y es difícil conseguir el sustento para los primates, especialmente para los 39 que tienen en custodia debido a que recalaron allí para que les salven la vida (los otros ya viven por su cuenta en los bosques amazónicos de la misma isla).
A este lugar llegaron monos que habían sido alimentados con fideos, pollo a la brasa, papas fritas; a CREA, manatíes que habían permanecido en bateas con agua muriéndose de hambre; a Pilpintuwasi el jaguar hoy llamado ‘Pedro Bello’ llegó en una caja y con gusanos en el cuerpo. Las historias de estos lugares son conmovedoras y revelan la crueldad del ecosistema humano.
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¿A quién le pertenecen los animales?
Magaly Salinas, promotora del centro de rescate Amazon Shelter, ubicado en Puerto Maldonado (selva sur, departamento de Madre de Dios) también tiene dramas que contar. Hace un año y medio unos turistas le llevaron un mono coto (Alouatta seniculus) que compraron en la calle. Estaba con sarna y neumonía. Pero el veterinario logró nebulizarlo y, al fin, salvarlo.
En la tercera semana de abril, a pesar de la cuarentena, logró liberar un oso perezoso (Bradypus tridactylus), pero dice ya no poder hacer más. “Llevo 15 años endeudándome y pidiéndole dinero a la gente”, expresa, cargada de cierta indignación, al mismo tiempo que precisa que desde el 2005 ha logrado liberar a unos 100 animales.
Actualmente tiene a su cargo a 63, incluyendo varias especies de primates, un tapir, un venado, dos huanganas, seis tortugas motelo, cuatro guacamayos de color amarillo y azul (Ara ararauna). Tal como ocurre con los otros centros de rescate en este momento, tiene enormes dificultades para alimentarlos, para pagar a los veterinarios y al personal que trabaja con ella.
Tampoco le entran ingresos, ni le llegan voluntarios, como consecuencia de las severas restricciones que se han puesto a nivel nacional e internacional. Alarmada por la situación, el 13 de abril pasado dirigió —en conjunto con otros 20 centros de rescate, centros de conservación, zoocriaderos y zoológicos— una carta al ministro de Agricultura, Jorge Montenegro.
En ella, solicitan apoyo económico y logístico para seguir manteniendo a estos recintos, de lo contrario se verán forzados a “poner a disposición de la autoridad competente” las colecciones de fauna silvestre que, sobre todo los centros de rescate, albergan temporalmente hasta que sea posible su liberación. En otras palabras, que si no reciben el apoyo los van a entregar al Estado.
O, en rigor, devolver. Hay 143 ‘centros de cría’ en el país, que incluyen zoocriaderos, zoológicos, centros de custodia temporal, centros de conservación y centros de rescate. Estos últimos tienen a los animales silvestres alojados, pero no son sus propietarios. Los reciben para darles un hogar cuando son rescatados del comercio ilegal o los llevan otras personas.
Pero, en rigor, cualquier reptil, primate, ave o mamífero que es sacado de estas garras, o que vive libre en el bosque, es patrimonio de la nación, según la Ley Forestal y de Fauna Silvestre No.29763. De allí que la mencionada carta advierta que, si ya no es posible mantenerlos, sea el Estado el que garantice su bienestar. “No nos dan nada y piden mucho”, enfatiza Salinas.
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Entre las colectas y la supervivencia
Jessica Gálvez, directora de Gestión Sostenible del Patrimonio Fauna Silvestre (dirección adscrita al SERFOR), reconoce que la situación es problemática en estos centros, a nivel mundial. Y que, por ende, se solicitó al Ministerio de Agricultura (del que depende SERFOR) un presupuesto para atender a los 143 centros.
También para que se autorice el libre tránsito de las personas que trabajan en dichos lugares. De acuerdo a los testimonios recogidos en los centros de rescate, esto no ha estado funcionando tan claramente, en la medida que hay veterinarios que no han podido ir, por ejemplo. A la vez, el apoyo directo del Estado no se plasma, al punto que se ha llamado a una colecta pública.
El Fondo de Promoción de la Áreas Naturales Protegidas del Perú (PROFONANPE) y el propio SERFOR lanzaron, el 15 de abril, la campaña ‘Ellos también nos necesitan’, con el propósito de recaudar fondos para los centros mencionados, vía las cuentas que tiene PROFONANPE en un banco nacional. También se puede donar alimentos llamando al 947582250.
Salinas piensa que esta medida es insuficiente y que, en las actuales circunstancias, muy poca gente aportará debido a que esperablemente el foco está en la salud humana. “Es el Ministerio de Agricultura el que tiene que dar un aporte obligatorio, mientras SERFOR sigue con su campaña”, declara. Mientras tanto, el tiempo pasa y la situación en los centros de rescate se agrava.
El problema adicional es que la liberación de animales, el objetivo principal y noble de estos refugios providenciales, es un proceso muy complicado y caro. “No es fácil –reconoce Gálvez-, pues los aspectos sanitario y genético son muy importantes, con mayor razón en estas épocas de COVID-19, cuando hay que descartar enfermedades que pueden provocar una pandemia”.
Liberar un animal requiere un examen para ver si no va a transmitir enfermedades, si no lleva una carga genética que pueda impactar en su propia especie, o en una especie vecina. Tiene que hacerse, de preferencia, en un área protegida, a fin de que el animal pueda ser monitoreado. CREA, por citar un caso, ha liberado manatíes en la Reserva Nacional Pacaya Samiria.
Crear todos los eslabones para que el camino sea exitoso involucra la participación de varios profesionales, de logística. Y no siempre se puede, porque hay animales que ya no sabrán sobrevivir solos. El gran temor de quienes dirigen los centros de rescate, tal como apunta Velásquez, es que entreguen al Estado los animales y este termine aplicándoles la eutanasia.
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Salvarnos todos
En suma, matando a algunos si están muy enfermos, debido a la falta de veterinarios o incluso de alimentos. Gálvez sostiene que una medida muy importante, para evitar la crisis, sería “contar con Centros de Rescate Nacionales, que dependan 100% del Estado peruano”. El problema es que estos todavía no existen, mientras los que hay, los privados, luchan contra la tormenta.
Velázquez cuenta ahora la historia de ‘Garritas’, una nutria (Lontra longicaudis) que fue rescatada cerca de la laguna de Santo Tomás, en la región Loreto, en el 2013. Al parecer habían matado a su madre y ella se quedó sin protección y a la intemperie. Pesaba 250 gramos. Hoy tiene 5 años y pesa 8 kilos. No se sabe si pueda volver, porque quizás no sepa cómo sobrevivir sola en la selva.
Aun así, fue un triunfo de la solidaridad humana con los otros seres vivos, algo que no es un lujo, un pasatiempo. Salvar a ‘Pedro Bello’, a ‘Garritas’, a ‘Kofi’, a los centros de rescate y sus animales maltratados, desesperados y recuperados, es también salvarnos a nosotros mismos.
El artículo original de Ramiro Escobar fue publicado en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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