No solemos pensar en ello muy a menudo pero allá arriba, más lejos que las nubes pero más cerca que la Luna, hay casi 6.000 satélites artificiales dando vueltas a nuestro planeta.
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Algunos son tan pequeños que los puedes sostener en la mano, otros tan grandes como una ballena y hasta una cancha de fútbol americano.
Y si al amanecer o al atardecer, cuando el cielo aún está oscuro pero los rayos del Sol ya alcanzan a iluminarlos, los buscas, quizás tengas la suerte de verlos por unos momentos.
Pero si no, durante ese día o esa noche que comienza te servirán, pues son una presencia invisible significativa en nuestra vida cotidiana.
De ellos no sólo depende que no te pierdas cuando vas a un lugar que no conoces o que veas al instante un partido de fútbol en una cancha imposiblemente lejana, sino todas las transacciones financieras e incluso la vida de seres humanos en zonas de desastres o de animales en vías de extinción, por nombrar apenas unos ejemplos.
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Y todo empezó con el lanzamiento de una esfera de aluminio de 58 centímetros de diámetro con cuatro antenas largas y delgadas cuyo nombre era “compañero de viaje” hace casi seis décadas y media...
...O quizás no
En este punto, los expertos nos corregirían diciendo que, en realidad, los satélites tienen una larga historia.
Mucho empieza con una idea, y la que tuvo Isaac Newton cuando imaginó un cañón proyectando una bala desde la cima de una montaña no sólo introdujo el concepto sino que ayuda a entender cómo las cosas permanecen en órbita.
Cuando disparas un cañón horizontalmente en la Tierra, la bala recorre cierta distancia mientras cae al suelo (D, en el gráfico de Newton). Si tienes más potencia, la bala viaja más rápido y más lejos alrededor de la Tierra antes de estrellarse (E, F y G).
El físico que proporcionó los conocimientos necesarios para poder enviar humanos a la Luna, calculó en el siglo XVII que, si alcanzaba una velocidad increíble, la bala podría llegar más allá de la circunferencia de la Tierra y, como no tendría contra qué estrellarse, “describiría la misma curva una y otra vez” a la misma velocidad, siendo atraída hacia la Tierra por la gravedad pero sin tocar nunca el suelo (rojo).
Así figuró el concepto de satélite por primera vez.
Pero Newton no especuló sobre sus posibles usos.
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El primero en hacerlo, hasta donde sabemos, fue el estadounidense Edward Everett Hale, un escritor, historiador y ministro religioso, quien pensaría que podría usarse como punto de referencia para medir la longitud.
En su novela “La luna de ladrillo”, publicada en 1869, su personaje sugiere lanzar un guisante al espacio con ese propósito.
“¡Pero un guisante es tan pequeño!“”Sí”, dijo Q., “pero debemos hacer un guisante grande”.
Aunque con ayuda de un cuerpo artificial, Hale estaba imaginando recurrir al firmamento para que guiara sus pasos como los viajeros de todos los tiempos, uno de los numerosos saberes que los humanos hemos encontrado al mirar hacia las estrellas desde siempre.
Pero lo que estaba por venir excedía la imaginación: desde el cielo llegaría información original o rebotada con una nitidez y precisión nunca antes vista.
Manos a la obra
A principios del siglo XX, pioneros de cohetes como Robert Goddard, Hermann Oberth y Konstantin Tsiolkovsky exploraron cómo lanzar satélites, y en 1944, un equipo militar alemán dirigido por Wernher von Braun disparó un misil V2 a una altitud de unos 180 kilómetros.
Fue entonces cuando entró en escena el gran promotor de esta tecnología, el escritor y científico británico Arthur C. Clarke, quien en ese momento era un ingeniero de radar de la Royal Air Force e, inspirado por el V2, predijo que sólo se necesitarían tres satélites en órbita geoestacionariapara manejar las comunicaciones de la Tierra.
Escribió sobre ello en un artículo para Wireless World en 1945, pero como aún no se sabía cómo lograrlo, hubo que esperar hasta los años 60 a que el primer satélite de comunicaciones llegara a la que ahora se conoce como la “órbita de Clarke”.
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Para entonces, ya se podía viajar a esas increíbles velocidades que Newton imaginó -8 kilómetros por segundo-, no con cañones, sino con cohetes, que pueden volar hasta más de 100 kilómetros de altitud, luego acelerar a esos 8 km/s en el vacío del espacio y darle la vuelta al mundo en sólo 90 minutos.
Pero antes...
En la década de 1950, la Unión Soviética marcó el inicio de la era espacial al ganarle la carrera a Estados Unidos lanzando su primer satélite, aquel “compañero de viaje” que ya mencionamos, al que quizás conoces mejor por su nombre en ruso: Sputnik.
En los 98 minutos que le tomó orbitar la Tierra en 1957, el pequeño Sputnik completó su misión: obtener información de las capas altas de la atmósfera y el campo electromagnético de nuestro planeta.
Pero quizás también se le puede abonar el hecho de que su triunfo humilló a EE.UU. tanto que lo impulsó a crear la NASA, lanzar Explorer -su primer satélite (4 meses después del soviético)-, establecer el programa espacial Apollo en 1961 y Telstar, el primer satélite de comunicaciones activo del mundo, en 1962.
Además, en 1964 se creó la Organización Internacional de Telecomunicaciones por Satélite (Intelsat) que fue hasta 2001 un consorcio de países para operar satélites de comunicaciones.
Esa cooperativa pudo establecer el primer sistema global de comunicaciones por satélite en 1969 y el 20 de julio transmitió el histórico aterrizaje lunar de Apollo 11 a millones de personas en todo el mundo.
En el futuro, cuando se hable de los albores de la exploración espacial, el aterrizaje de Apolo en la Luna será seguramente recordado. No obstante, como dijo el presidente de EE.UU. Lyndon B. Johnson, ávido promotor del programa espacial, los satélites de reconocimiento por sí solos justificaron cada centavo gastado en el espacio
Ese “pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”, fue un enorme salto en la tecnología de la comunicación.
Desde entonces, los satélites se multiplicaron llegando a esos casi 6.000 que están en órbita sobre nuestras cabezas.
Aunque vale la pena aclarar que...
Sólo 2.666 de esos satélites están activos, el resto han dejado de funcionar, pasando a ser preocupante basura espacial.
De los que sirven, de lejos la mayoría son de Estados Unidos -1.327-; su competencia más cercana es China, que cuenta con 363, seguida por Rusia, 169. Dada la disparidad en los números, los demás entran en esa categoría denominada “Resto del mundo”.
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Son la pieza esencial de la que se conoce como la economía espacial, cuyo valor en 2020 fue US$385.000 millones, según calculó la firma especializada en mercados verticales habilitados por satélite Euroconsult en su último informe.
La total es más bajo de lo esperado, debido en parte a la pandemia.
No obstante, las expectativas en ese sector son altas.
La multinacional financiera estadounidense Morgan Stanley, por ejemplo, estima que la industria espacial global podría aumentar a más de US$1 billón para 2040.
Según explica la empresa alemana especializada en datos de mercado y consumidores Statista, los ingresos se generan a partir de la construcción, lanzamiento y operación de satélites.
Si bien las empresas privadas han tenido la capacidad de construir y operar satélites desde la década de 1960, no pudieron lanzar satélites hasta la década de 1980.
Con los satélites volviéndose cada vez más críticos para todo, desde la conectividad a internet y la agricultura de precisión, hasta la seguridad fronteriza y el estudio arqueológico, en las próximas décadas se espera que aumente la prevalencia de empresas privadas dentro del sector.
Pero, al menos hasta ahora, las comunicaciones son la única tecnología espacial verdaderamente comercial, que genera miles de millones de dólares al año en ventas de productos y servicios.
Para entenderla, hay que familiarizarte con 3 términos de 3 letras.
GEO, LEO, MEO
Los satélites no giran todos por los mismos lugares, pues no en todas partes se puede hacer lo mismo.
“Hay tres regiones principales del espacio cercano que se usan para la tecnología espacial, y la característica dominante que las define es su altitud sobre la superficie de la Tierra”, le explicó Marek Ziebart, profesor de Geodesia Espacial de University College London, al programa “The Bottom Line”, de la BBC.
- GEO -u órbita ecuatorial geoestacionaria- está a 35.786 kilómetros de altitud: “es principalmente ahí donde los grandes satélites de comunicación operan”.
- MEO -u órbita terrestre media-, de 2.000 hasta <35.786 kilómetros de altitud: “allá están más que todos los satélites de navegación, como GPS, Galileo, etc.
- LEO -u órbita terrestre baja-, de 160 a 2.000 kilómetros de altitud: “el tipo de satélites que operan ahí son los de reconocimiento militar, espionaje y otras aplicaciones de imágenes y ahora, cada vez más, la nueva generación de los de comunicaciones”.
Por supuesto, hay correlaciones sencillas entre cuán alto se lanza un satélite y/o su masa y el costo.
“Los satélites LEO son generalmente más pequeños, de unos 100-200 kilogramos, mientras que los que van a GEO pueden pesar varias toneladas”, explica Ziebart.
“LEO tiene sus ventajas: si lo que quieres, por ejemplo, son imágenes, provee mejor calidad; además, se necesita menos potencia para difundir un mensaje. La desventaja es que se mueven mucho más rápido, lo que hace más difícil conectarse con ellos.
“Si tienes un satélite a una altitud mayor -los de televisión, por ejemplo, están en GEO-, la conectividad es muy fácil y la visibilidad, alta”.
La geografía de la industria
Pero, ¿cuáles elementos componen el negocio espacial?
“Imagínate un ecosistema global del espacio de alrededor de US$400.000 millones”, le sugirió la experta en la industria Carissa Christensen, directora ejecutiva de Bryce Space and Technology, a la BBC.
“Más o menos el 25% de eso es presupuesto gubernamental; una muy fina tajada es ‘otra actividad comercial’ -como viajes espaciales comerciales-, y todo el resto es la industria satelital: los satélites son la forma de hacer dinero en el espacio.
“Hay dos muy grandes mercados asociados con satélites: uno es la televisión y el otro es las aplicaciones relacionadas con navegación, posicionamiento y sincronización/cronometraje.
“Estos dos constituyen casi US$300.000 millones de ingresos y menos del 10% de eso es por el lanzamiento y construcción de los satélites, la infraestructura clave para poder actuar”.
El rey
“El negocio espacial sin duda es un sector intensivo en capital y como todos hay gente que ha ganado, y otros, perdido”, señaló Christensen.
En los últimos tiempos, sin embargo, expertos como ella han notado un cambio dramático.
“En 2015 empezó con fuerza una tendencia hacia un nuevo tipo de inversión, así como algunos multimillonarios interesados en el espacio”.
Se refería principalmente al físico, emprendedor, inventor y magnate sudafricano Elon Musk y al empresario y magnate estadounidense, fundador de Amazon, Jeff Bezos.
“Las dos personas tal vez más ricas de la historia no sólo han creado compañías espaciales y ven al espacio como el mejor motor para lograr beneficios de sus inversiones sino que consideran al espacio como crítico para el futuro de la humanidad”.
Mientras llega ese futuro, en el presente uno de ellos, Elon Musk, es el rey indiscutible: con 180 satélites (más dos prototipos lanzados hace dos años) orbitando el planeta, su compañía SpaceX opera la mayor constelación de satélites comerciales.
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