(Foto: Pixabay.com)
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Elmer Huerta

Dos recientes casos, el de la ex primera dama de Estados Unidos Bárbara Bush y el del senador norteamericano John McCain, han puesto en el tapete el mismo tema: cuándo rechazar el tratamiento médico y esperar la muerte.

Los familiares de la señora Bush –quien sufría de una severa enfermedad pulmonar obstructiva crónica– y del senador McCain –quien padeció una agresiva forma de cáncer cerebral– anunciaron, mediante sendos comunicados, que habían decidido rechazar los tratamientos médicos que los mantenían con vida y, por tanto, esperar la muerte. La señora Bush murió a las 48 horas de esa decisión, el senador McCain a las 24 horas.

¿Qué significa rechazar un tratamiento al final de una enfermedad crónica? ¿Cuál es el momento de decir hasta aquí nomás, “¡déjenme morir en paz!”?

El plantear que un ser humano pueda tener control sobre su propia muerte despierta intensas emociones. Dependiendo de factores tales como religión, ética y moral, el público se pone en uno u otro bando de la controversia.

Por un lado, están aquellos que sostienen que la vida debe respetarse a toda costa y que el ser humano de ninguna manera debe atropellar el derecho fundamental de vivir. En profesión de su fe, argumentan que Dios es el único que da la vida y el único que la puede quitar, y que el ser humano ha sido traído a este mundo para sufrir y que debe morir purificado en dolor.

Por otro lado, están aquellos que dicen que el morir con dignidad debe ser una opción para todo ser humano, y que al final de su vida, la persona debería tener a su completa disposición los medios para reducir su sufrimiento y morir en tranquilidad y en completo control de la situación.

En su obra “El libro tibetano de la vida y la muerte”, Sogyal Rimpoché nos recuerda que cuando nace un niño, el ser humano hace todo lo posible para hacerlo crecer y vivir, pero que cuando a ese mismo ser humano le toca el momento de morir, los que lo rodean –incluido el médico– no saben cómo ayudarlo. Es decir, la persona es abandonada a su suerte en un momento tan trascendental como su nacimiento.

El asunto, como magistralmente lo describe el doctor Atul Gawande en su libro “Ser mortal”, es que en su afán de curar lo incurable la medicina moderna considera a la muerte el enemigo natural de su trabajo. El médico piensa que ese enemigo debe ser combatido a toda costa, incluso a sabiendas de que el caso es incurable y que la muerte del paciente es inevitable.

En su afán de no perder la batalla (a pesar de que ya la tiene perdida) y de que “siempre hay algo más que hacer la medicina moderna ha convertido a la muerte en una derrota, deshumanizando un natural evento de la vida y que deberíamos recibir con verdadera humanidad.

Al no recibir en la escuela de medicina ninguna educación para aceptar la muerte de un paciente terminal de manera natural, el médico trata –en su ceguera– de prolongar una vida que él o ella sabe muy bien que no puede salvar.

Por lo que estamos abogando en esta columna, amable lector, es que el ser humano, especialmente aquel afectado por una enfermedad crónica o incurable, debe tener la potestad y la autonomía para decidir cómo quiere pasar los últimos días de su vida, y esa decisión debe ser hecha cuando la persona está todavía con sus cinco sentidos y en todos sus cabales. De otro modo corre el riesgo de que otros (hijos, cónyuges u otros familiares) tengan que tomar dolorosas e injustas decisiones que ellos debieron adoptar en su momento. Es como dejarles el bulto después de que ya no tenemos conciencia y no podemos decidir, es como dejarles un doble dolor.

Al respecto, en su libro “La conversación”, el doctor Ángelo Volandes esboza seis preguntas que todo médico debería hacer a sus pacientes con una enfermedad incurable, sin esperar a que lleguen a la etapa terminal de la enfermedad, es decir al punto en que ya no puedan expresarse claramente.

Si su doctor no se las ha preguntado, recorte este artículo y háblele de estos seis puntos para que él o ella sepa desde ahora cuáles son sus deseos y pensamientos con respecto a su eventual muerte.

1. ¿Qué tipo de cosas son importantes para usted en su vida, y muy especialmente durante la etapa terminal de su enfermedad?

2. Si la enfermedad lo coloca en la situación de que ya no es capaz de hacer las actividades que más le gustan, ¿habría tratamientos o procedimientos médicos que usted considere que son un exceso?

3. Sabiendo que no ha llegado aún a la etapa terminal de su enfermedad, ¿tiene algún temor con respecto al cuidado de su salud cuando llegue ese momento?

4. ¿Tiene creencias espirituales, religiosas, filosóficas o culturales que lo guían al tomar decisiones médicas? ¿Las ha conversado con sus médicos y familiares?

5. Si tuviera que elegir entre vivir más tiempo o tener una mejor calidad de vida, ¿por cuál optaría?

6. ¿Cuán importante es para usted morir en su casa?

—Corolario—

Hasta los años cuarenta, la gran mayoría de muertes en Estados Unidos ocurría en la casa, en la actualidad menos del 20% sucede en ella. Eso indica que hospitales y unidades de cuidados intensivos les han arrebatado a las familias la oportunidad de acompañar la muerte de un ser querido. Ambos, Bush y McCain, murieron en casa. ¿Ha pensado usted, amable lector, dónde quisiera morir en caso de sufrir de una enfermedad crónica terminal?

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