A inicios de los años sesenta, Henry Ford II tuvo una epifanía. Para vender más autos en Europa, debía imponerse en la carrera más prestigiosa del Viejo Continente: las duras y peligrosas 24 Horas de Le Mans. Pero no tenía idea de cómo hacerlo.
Quien tenía la fórmula era Enzo Ferrari, cuyos autos dominaban cada junio esta carrera de resistencia francesa. Sin embargo, su operación casi artesanal pero con equipos y herramientas del más alto nivel tenía graves problemas financieros. Cuando Ford ofreció comprarle la empresa, Enzo aceptó la cifra: 16 millones de dólares de la época (unos 160 millones hoy).
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Así, el 21 de mayo de 1963, Ford y todos sus ejecutivos llegaron a Maranello, pueblito rural cerca de Módena donde Ferrari instaló su fábrica de ladrillos rojos y concreto pintado de amarillo. El ‘Commendatore’, al otro lado de la mesa de negociaciones, acompañado solo por el abogado del pueblo, leía el contrato de venta. Alto, corpulento, canoso y con una gran nariz, su carácter se había hecho más reservado tras la muerte, siete años antes, de su hijo Dino, a causa de una distrofia muscular. Se alistaba a firmar cuando una cláusula lo enfureció: Ferrari perdería el control de su marca en las competencias, cediéndole a Ford todo el control. Luego de una serie de improperios en italiano, abandonó la junta. De regreso a casa, airado por el viaje en vano, Ford declaró la guerra: ordenó fabricar un auto que destruyera la racha de Ferrari en Le Mans.
Pero vencer a Ferrari en su territorio no era fácil. Ford se asoció con técnicos británicos para enfrentar un reto enorme: en diez meses debían hacer un auto que corriera a 320 kilómetros por hora, soportara los rigores de una carrera de 24 horas continuas y recorriera un total de 4.800 kilómetros. De allí surgió el histórico GT40, que, gracias a su diseño, prometía cortar el aire como un motor de 4,2 litros montado sobre una cuchilla. Sin embargo, sobre la pista, el modelo se reveló frágil e inestable. Patinaba en las rectas y dos modelos se estrellaron en las pruebas, a solo dos meses de la carrera.
Pese a todo, Ford logró inscribir su escudería en la edición de Le Mans de 1964, aunque sus tres flamantes GT40 fallaron en la carrera y, como era su costumbre, Enzo Ferrari vio por televisión a sus pilotos subir al podio, pues nunca quiso estar presente en ninguna carrera. Era un hombre de corazón duro, para quien el mérito de ganar una carrera estaba en los autos, no en los pilotos.
De regreso a sus cuarteles de invierno, Ford contrató a Carroll Shelby, legendario piloto de automovilismo y notable diseñador, para construir la siguiente generación del GT40, con frenos, motor, aerodinámica y maniobrabilidad mejoradas. Eran rápidos, pero también frágiles, por lo que para la edición de Le Mans del año siguiente, seis Ford largaron pero ninguno alcanzó la meta. Ferrari se reía en su fábrica.
Para 1966, Ford duplicó su apuesta. Desembarcó en Le Mans con ocho autos y veinte toneladas de repuestos. Su auto era estable, de frenos fiables y podía alcanzar los 337 kilómetros por hora, mientras que para Ferrari, las cosas se habían puesto difíciles: las huelgas que agitaban la industria italiana del automóvil impidieron que sus vehículos pudieran estar listos. Con todo, llegó con tres ‘bellissimi’ P3, de líneas más atractivas pero no tan veloces como los Ford. Ferrari contaba con el piloto más rápido del mundo, John Surtees y la estrategia era colocarlo de “liebre”, ubicarlo a la cabeza y obligar a los pilotos de Ford a forzar sus máquinas. Sin embargo, el director de carreras, Eugenio Dragoni, no confiaba en un británico para encabezar el equipo y Surtees renunció airado. Allí comenzó a desmoronarse el dominio italiano.
En las primeras horas de la carrera, la escudería Ford dominaba, aunque con el paso del tiempo, varios de sus autos empezaron a evidenciar daños. Los Ferrari, más ligeros y eficientes, lideraban mientras la mitad de los GT40 abandonaban la carrera. Temiendo más bajas, Ford instruyó a sus autos para no acelerar al máximo, y todos cumplieron la orden. Salvo uno: el hoy legendario piloto Ken Miles, quien hundió el fierro hasta recuperar el liderazgo. A la mañana, tras una serie de incidentes mecánicos, todos los Ferrari se habían retirado.
La tarde del domingo 19 de junio de 1966, Ford vio sus tres autos sobrevivientes encumbrados en los tres primeros lugares. El Comercio publicaría días después las declaraciones de Ferrari tras la derrota, quien rompía su silencio no para declararse vencido, sino para lanzar un desafío a su rival: “Le Mans ha sido para mí una derrota, pero se trata de una simple batalla perdida, que no compromete en absoluto el porvenir. Hasta cierto punto, yo había previsto el fracaso”, declaró entonces. Ford mantendría la buena racha en Le Mans durante los cuatro años siguientes, en una guerra que llegó a costarle a su empresa 450 millones de dólares actuales. Es el precio que deben pagar los bárbaros obstinados en hacer caer un imperio. //
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