Hoy contaré cómo es mi vida en las estaciones y los buses del Metropolitano, el primer transporte público, urbano y masivo de Lima. Esta historia no es la peor ni la mejor de la capital del Perú, solo es un testimonio que intenta graficar lo que más de un millón de personas vive todos los días para ir a su trabajo y regresar de él. Colas que parecen eternas por frecuencia irregular de buses, empujones, carreras para ganar un espacio en los vehículos, tropezones, gritos, insultos, malas miradas, estrés... Todo esto percibe el vecino que viaja. La resignación y la incomodidad se convierten en situaciones normales.
Entre mi casa, en Los Olivos, y mi trabajo, en Surco, hay 24 kilómetros. Tengo que salir antes de las 7 a.m. para llegar a las 9 a.m. Esto significa que debo levantarme de mi cama a las 6 a.m. si quiero hacer el desayuno y ducharme, o a las 6:30 a.m. si solo me ducharé. Sin embargo, hay cientos de personas que viven más lejos y despiertan mucho más temprano que yo.
Así las cosas, demoraría hasta 5 horas si caminase hacia mi trabajo; si fuese en taxi, me costaría varias decenas de soles; si emplease bicicleta llegaría lleno de polvo, cansado y con smog de la ciudad en los pulmones; y, si lo hiciera en vehículo propio, la ansiedad por el tercer tráfico más caótico del mundo en la Panamericana, Evitamiento y otros circuitos elevaría mi presión arterial. Entonces, no me queda otra solución que usar el Metropolitano de Lima. Pero hay ciertos problemitas. El primero de ellos tiene que ver con sus alimentadores y, por efecto, los colectivos informales.
Yo vivo en Santa Ana, una urbanización de Los Olivos cercana a Pro, y mi casa queda a una cuadra de la Av. Huandoy, exactamente a 235 metros de una de las paradas establecidas del bus alimentador ‘Ensenada’. A las 7 en punto de la mañana debo estar parado allí, porque a esa hora, y con suerte, un bus recogerá pasajeros. No obstante, muchas veces este vehículo demora hasta 15 minutos o pasa de largo, pues ya está repleto de gente.
Ante esta demora hay una solución informal y costosa para quienes necesitan del Metropolitano: los colectiveros en camionetas, autos o minivans que aparecen por la Av. Huandoy y se dirigen a la estación Naranjal. Si en el alimentador se paga S/ 1 el pasaje por persona, con este servicio rápido y sin regulación será S/ 2.00 – o sea, 100% más de lo normal-, pero irás sentado y hasta con 15 o 20 minutos de ventaja a diferencia del alimentador, ya que este se detiene en cada parada formal, incluso muchos usuarios ni siquiera se animan a pagar su pasaje y suben por la puerta trasera pese a los reclamos del chofer y de los usuarios. En resumen, pagarás S/2 de colectivo informal más S/2.50 del bus formal en la estación del Metropolitano: S/4.50 a diario. Y, si esto sucede de lunes a viernes, el usuario está pagando S/40 más en transporte informal al mes y S/480 al año.
En otras rutas de los alimentadores más al norte de Lima, como Puno, Trapiche, Tungasuca o Puente Piedra, también aparecen estos servicios informales, necesarios para muchos, que usan la Panamericana Norte hasta el óvalo Naranjal, frente al Huaralino, para dirigirse a la estación. Los usuarios, en su mayoría venezolanos y peruanos, prefieren pagar el doble para evitar tardanzas en su trabajo. No se vislumbra otra salida.
Así llegamos a la estación Naranjal, y así llego también al segundo problemita de mi recorrido. Naranjal es la primera gran terminal para miles de ciudadanos del cono norte de Lima. Está ubicada a un lado de ‘La cincuenta’, el reino de la informalidad y las autopartes de vehículos en el distrito Independencia. Los colectiveros informales, que se cuentan por decenas y colores, hacen su última parada en las calles Taladros o Las prensas, a pocos metros de la entrada norte de la estación. Son las 7:15 a.m., aproximadamente. Cualquiera con un auto o camioneta puede ser un colectivero informal, solo necesita comprar un letrero pegable que diga: “Metropolitano”.
A esta hora hay personas que venden calientes desayunos en carretillas: caldos de gallina o mote, quinua, café, soya, maca, panes con huevo y queso, panes con palta y camote; o rápidos y frescos jugos de naranja y papaya que se hacen al aire libre.
Si dejas un momento el apuro y te detienes a observar con tranquilidad el caos, notarás que cientos de personas caminan y corren como hormiguitas inquietas y amontonadas sin respetar los semáforos previos al ingreso de la estación; notarás las insoportables bocinas de las vehículos; notarás el cansado grito de los orientadores metropolitanos, con su chalequito azul y verde, “¡cuidado, está en rojo, señores, no pasen!”; y notarás entonces las enormes colas humanas antes de pasar las máquinas de pago y a quienes preguntan, asustados, “¿esta es la cola?, ¿es la 3, es la B, es la A, es el Súper Expreso?”.
Todos los días mi objetivo es tomar el Expreso 3, cuya primera parada es en la estación Angamos, distrito Miraflores, a 17 kilómetros de distancia, y debo hacer cola para ir parado. ¿Por qué? Pues avanza más rápido que la de los sentados (qué irónico, normalmente en esta cola nos demoramos hasta 40 minutos los peores días). Aunque también existe la posibilidad de colarte entre los usuarios desesperados y molestos, es decir, no respetar el orden establecido y lanzarte hacia adelante para entrar al bus. Te ganarás resondradas o puñetazos en la espalda, qué importa, la idea es entrar al vehículo. Qué importa si vas apretado como atún en lata.
Mientras estoy en la cola, hago un paneo sobre mi sitio y solo veo infinidad de humanos disconformes que soportan, paradójicamente, música clásica para tranquilizar los ánimos. A quién le importa esa música si lo único que quieren todos es llegar temprano. Y todos tienen miradas de incertidumbre, alocados por la falta de buses. Son personas que viajarán a distintas partes de Lima y están allí, llenas de incomodidad y con el miedo de una tardanza en el trabajo.
Cuando estoy metido como lenteja en esa multitud, me pregunto: ¿Qué sucedería si ocurre ahora mismo un terremoto? ¿Hacia dónde correremos y nos protegeremos? ¿Cuál es la zona segura? ¿Pasarán lo mismo los ciudadanos que vienen de Villa El Salvador o Chorrillos? Pronto se me olvida, porque ya me están empujando los metropolitanos (así les llamo a todos mis compañeros de cola y de empujones) de atrás. Luchamos por un espacio mínimo y asfixiante, jamás por un asiento cómodo y ventilado. Son las 7:40 de la mañana dentro del bus. Y dentro del bus empieza mi tercer problemita con este transporte. Estamos encerrados en un cajón de metal, ventanas y ruedas donde vas apretado.
Hace unas semanas, una señora se descompensó en el Expreso 3: se puso pálida y sudaba, había bochorno en el vehículo y afuera mucho sol; los metropolitanos le quitaron su casaca y una joven le cedió su asiento; un señor pidió al chofer alcohol del botiquín. Qué lástima, no existía un botiquín, nadie reclamó, así que el bus se detuvo de emergencia en la Estación Central para que dos orientadores le atiendan. El hecho de que no exista medicina para urgencias o emergencias en un bus del primer transporte público, urbano y masivo de Lima pronto se olvida. Algo más calmado, mientras los demás están concentrados en su viaje metropolitano, aparecen ciertos personajes. Empiezo por los lectores: aquellas personas que no les importa la incomodidad y la bulla y leen con su libro en la mano, intelectuales, o pegados al celular revisando las noticias o tendencias de Twitter. Sigo con los fenómenos: duermen parados o al menos lo intentan, se agarran a las barandas y sufren un cabeceo penoso que termina con las frenadas en seco; en realidad sufren mucho, más si tienen la resaca un lunes producto de un domingo de juerga. Miles de vecinos de Lima beben y bailan los domingos, esto es innegable.
Fijo pronto mi mirada en los bienaventurados: son las almas gratas de Dios que han hecho cola para ir sentadas y duermen tan bien que hasta roncan, se acurrucan y recuperan un poco de energía antes del trabajo; a este grupo entran los vivazos que saltan a la zona prohibida - en la parte trasera del bus- y miran a todos desde arriba, indomables. Desde abajo se les envidia.
Luego veo a los trabajadores: aquellos usuarios que aprovechan las colas y los viajes para empezar su jornada laboral; llaman a clientes, envían correos, ordenan por Whatsapp, pactan negocios, hacen compras online, e incluso discuten con otros colaboradores. Después aprecio a los resignados: son los varones y mujeres que miran al vacío durante todo el viaje, como esperando una respuesta, como si la turbulencia y fatalidad de las colas les hubiera vencido. La mayoría de resignados son los ancianos, no llevan ni audífonos ni celular, solo su vida en el bus. También me fijo en los imperturbables: portan audífonos y van concentrados en su serie o película de Netflix, Youtube o lo que sea; la ciudad y su caótico transporte no les aturde.
Casi olvido a los amorosos: esos que se la pasan hablando con su pareja sentimental y cuentan de todo; aquí entran los que aman el chisme y no esperan ni un minuto para contarle a la amiga o amigo “la última del barrio o el trabajo”. Después de todo, cada quien busca sus propias soluciones para soportar el Metropolitano de Lima. A medida que el bus avanza, las curvas y las frenadas zarandean a los metropolitanos, que terminan por acomodarse hasta la siguiente parada. Un pasito para acá, disculpe, señora, me muevo más acá, baja tu cartera, ¡oye, tu brazo!, ¡uy, lo pisé, disculpe, señor! ¡Abre la ventana, por favor! Mientras tanto, Lima va discurriendo por la ventana. Pasas la UNI, el torbellino comercial de Caquetá, la oscura parada en Dos de Mayo, la estación España, la multitud en Central y así seguirá la travesía hasta la última estación Matellini, en Chorrillos, parados o sentados. Qué más da.
Entonces el Expreso 3 se detiene en la estación Angamos. Son las 8:10 de la mañana y siento que parte de mi vida se ha quedado en el Metropolitano de Lima. Salgo del bus -aliviado por el aire fresco, pero con la ropa arrugada- junto a decenas de ciudadanos que trabajan o estudian en Miraflores, San Borja, Surco, Surquillo o La Molina, y tomarán una o dos combis más, pero esa es otra historia por contar.