A Gareca que le hagan un obelisco, el monumento a lo imposible. Estaría ubicado en la esquina del zanjón con Javier Prado, ahí donde el tiempo se detiene y la vida pierde sentido. Hizo tanto con tan poco, se leería en la placa de bronce.
Pero culminada la justa ceremonia de gratitud eterna por alegrías inolvidables, toca volver a la realidad. Ese triste y denso sucedáneo de tener que elegir una selección distinta a la propia con la que dar la contra. En la copa de Francia 98 fue Camerún.
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Desde la triunfalista estadía en Barcelona, una celebración anticipada antes que una concentración, el equipo se vio rodeado de decenas de satélites, moscardones, y advenedizos. Entre ellos, el señor cebichero dueño de Mi Barrunto, que celebraba el segundo mundial de Cueva por adelantado, en el avión de la selección y cogido de la mano de Cueva. De paso, deslizaba entre líneas una sutil promoción publicitaria a su restaurante.
Si en vez de pensar en el pan se hubieran preocupado por el horno, tal vez este estado de ánimo sepulcral que nos aplasta sería otro.
Porque una indagación simple sobre el equipo australiano, susceptible de ser hecha hasta con el celular del señor cebichero, hubiera arrojado información posiblemente útil sobre el extraño arquero suplente que el entrenador australiano Graham Arnold estaba llevando a Doha. A Andrew Redmayne le podremos llamar payaso, pero se quedó con nuestro mundial en las manos.
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Hace unos años Redmayne estaba al borde del retiro. Se dedicó a seguir un curso de barista, el oficio de preparar café, pensando en mantener a su familia mientras terminaba la universidad. Quería ser profesor de primaria.
En esas épocas su estilo de juego era normal, sin ese toque circense por el que ahora es conocido. A pesar de estar relegado a la banca la hinchada de su equipo, entonces el Sydney FC, lo odiaba. Así pasa con los héroes inesperados.
Cambió de equipo y un entrenador lo sacó del pozo. Empezó a usar camiseta rosada y a realizar esos extraños aspavientos con el fin de alterar la concentración de los delanteros contrarios. Se ganó el apodo de El Meneo Rosa. Descubrió el éxito recién a los 30 años, que para un futbolista ya es casi edad Fonavi.
Arnold, entrenador de Australia, algo vio en esa disrupción. Por eso lo convocó para el partido más trascendente de las clasificatorias. Ese aparente disparate hubiera alarmado a un asistente suspicaz. Pero no. Habría cebiche en Qatar, que era lo importante.
Arnold le dijo en secreto a Redmayne que el entraría a tapar en caso de haber penales contra Perú. Ni siquiera el arquero titular australiano estaba al tanto de este plan. Como quedó claro, nuestra selección no lo tenía en el radar. Y pasó lo que pasó.
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Australia, un país donde el fútbol tiene la misma importancia que el cricket tiene entre nosotros, le ganó el vivo al chocolate, al barrunto y a toda la distracción inútil que empañó una concentración que será recordada como ejemplo de no limpiarse la boca antes de haber comido.
Obvio, ese partido no solo se perdió en los penales: el primer disparo peruano al arco contrario sucedió a los 98 minutos de juego. Ese misterio sicológico será debatido por décadas.
Descartado el benéfico anestésico mundialista, toca jugar el partido urgente que el país tiene sobre la cancha. Ahí tenemos dos jugadores excéntricos. El más dañino, por inútil, es el señor presidente. El problema es que se alimenta de los despropósitos su supuesta rival, la presidenta del congreso. Entre ambos generan un juego improductivo y circular que apunta a penales, los de Ancón y alrededores.
El drama es que en la política peruana no existe un Gareca ni nada que se le parezca.
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