Martha Chávez, insospechada supremacista aria, nos lleva al terreno de lo obsceno. A los congresistas les pagamos nosotros. Involuntariamente auspiciamos sus disparates (el congreso anterior, el presente y el sucesivo serán versiones diferentes de lo mismo), pero ya es pornográfico subsidiar la discriminación. Con mayor razón cuando victimiza a alguien que se descalifica solo por ineficiente, no por andino.
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Una persona ilustrada, y esto es un atenuante para ellos, sabe que biológicamente las razas no existen. Calificar a alguien y a una etnia y a un país por sus rasgos es de un primitivismo digna de automedicación vitalicia con dióxido de cloro. En el cual un congresista posiblemente crea. Maldita sea: el castigo será inadvertido.
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Dejando de lado este episodio de normalidad que reta al golpeado sistema inmunológico es necesario recuperar la inspiración. En esa línea, con una mente abierta, exploremos las expresiones hechas polémicamente públicas de la señora Sheyla Rojas respecto al señor Luis Advíncula:
- Que me deje coja.
Una mujer y un hombre libres pueden llevar su pasión hasta donde les provoque. Esto incluye la cojera. En los inciertos tiempos que vivimos dislocarse una extremidad inferior por una calentura o por una maratón de shopping, mascarones de proa del instinto de supervivencia, debiera leerse como potente declaración vital. Dentro del ataúd poco importa de qué pie se cojea. Esa pelvis, aún descuajeringada, le planta valiente batalla a esa parálisis de la inmovilidad con la que el vals criollo[1] definió a la muerte.
Es cierto que para un futbolista profesional una desviación del miembro inferior (mejor digamos “pierna”) sería un inconveniente mayor. Al señor Advíncula, conocido como el Rayo, una cojera pertinaz reduciría a chispita. Pero en el caso de una presentadora de televisión – oficio conocido de su contraparte - el hecho no debiera revestir complicación. En la televisión se gana bastante bien por trabajar sentado.
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La cojera no hace menos a nadie. Don Francisco de Quevedo, tan cojo como canalla, disfrutaba de su habilidad verbal para alegrarse la vida. En su tiempo la reina de España doña Isabel de Borbón era centro de burlas en virtud de una cojera. De cojo a coja, dice la leyenda que Quevedo apostó a su pandilla que era capaz de decirle coja a la reina en su cara. Quevedo compró dos ramos de flores. Con ellos en mano se aproximó a su soberana haciendo la reverencia para decirle:
- Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja.
Esta delicadeza está a años luz de los memes con los que se hace escarnio machista de la señora Rojas. La malicia digital suele presentarla en muletas o silla de ruedas con un sonriente señor Advíncula al lado como responsable de su postración. Esto en virtud de la presunción de lo que el maestro Marco Aurelio Denegri calificaba como Base Dos [2].
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A nadie hicieron daño dos adultos en pleno uso de sus facultades físicas e intelectuales, con énfasis en las físicas. Sus reputaciones y explicaciones familiares les competen solo a ellos. Pasado el morbo trascenderá el registro de la pequeña historia.
Cuando hayamos remontado la desgracia se lo contaremos a los nietos como bálsamo: Ni el manto oscuro de la parca evitó que los amantes se intoxicaran por la piel ajena. Y a solas, entre el deseo y el contagio, se susurraran al oído un conjuro que desafiaba la vulgaridad definitiva de la muerte:
- Vamos a dejarnos cojos, mi amor. //
[1] ¨El Pirata¨, obra cumbre de Fernando Loli Huambachano, ¨el Faraón del Criollismo¨
[2] Denegri se refería así al colectivo de varones que genitalmente alcanzaban los 20 centímetros o más.