No me gusta hablar de política, y menos escribir sobre ella. Supongo que, como millones de peruanos, vivo decepcionada de los políticos de turno o de los de siempre (ya uno no sabe cuál es peor), votando en cada elección por el menos malo o en contra de alguien. Creo que llega un punto en que muchos vivimos sin esperar ya nada de ningún gobernante. Bueno, solo algo: que por lo menos nos dejen buscarnos la vida sin generar tanto obstáculo.
La elecciones presidenciales se han convertido para muchos en un peaje que hay que pagar cada cinco años, pero que no genera pasión, convicción, esperanza. Estas últimas elecciones pienso que no han demostrado lo contrario para casi un 80% de peruanos que tenían que elegir entre dos candidatos que solo podríamos haber imaginado como un chiste de mal gusto. Y si bien las redes sociales se encendieron, los hashtags estuvieron a la orden del día y los grupos de WhastApp quemaban de tanto contenido político compartido, más que encender pasiones por determinado partido, se expandió el odio, la intolerancia, la revancha. La política peruana se ha convertido en un meme pero que no da risa, sino lástima.
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¿Tenemos los ciudadanos alguna responsabilidad en esto o somos un imán de pésimos candidatos? ¿Somos un país masoquista y autodestructivo? Pensaba en esto incluso antes del resultado de las elecciones, mientras observaba en primera fila la dejadez absoluta que demostramos en el supuesto día más importante de la democracia.
El domingo 6 de abril me ofrecí como voluntaria para ser miembro de mesa luego de ver que eran ya las 9 de la mañana y todos los encargados de mi mesa de votación brillaban por su ausencia. Pero si bien entre Antony, el segundo suplente, y yo ya casi estábamos para poder aperturar la mesa, ninguno imaginó la odisea que fue encontrar algún voluntario que complete el trío. Por hora y media nos convertimos él y yo, frente a la mirada atenta de un representante de la ONPE, en una suerte de impulsadores o jaladores de local para que alguien acepte (solo nos faltaba el volante o el disfraz de pollo). Pero ninguno de nuestros argumentos lograba convencer a esa cola enorme de hombres y mujeres que solo miraban su celular y no pretendían levantar la mirada. Estaban los que se hacían los que no escuchaban pues usaban audífonos, los que respondían a la defensiva enumerando el sinfín de cosas que tenían que hacer, los que tenían hijos pequeños y no tenían con quién dejarlos y los que por arte de magia desaparecieron apenas les preguntamos.
Hora y media después apareció José María, un joven que finalmente aceptó ser voluntario. Mientras instalábamos la mesa, llamó mi hija preguntándome a qué hora llegaba. Le dije que había decidido proponerme de voluntaria y su acto reflejo fue decirme que estaba loca, que podía contagiarme de COVID-19 estando en contacto con tanta gente y que mejor regresara más tarde cuando otros se ofrezcan de voluntarios. Yo le dije que me quedaba porque era lo correcto y no me iba a lavar las manos.
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Esa misma apatía de la cola para ser voluntario en la mesa la sentí en la votación: hubo un ausentismo de 30% en mi mesa. Y los que fueron, deambulaban resoplando, arrastrando los zapatos, cumpliendo con su peaje a regañadientes y asumo que pensando que llegar a este nivel de elegir entre el cáncer y el sida es responsabilidad de otros.
Desde ese día me puse a reflexionar sobre dos palabras: “otros” y “nuestro”. Aparentemente, cuando se trata de política estamos convencidos de que la responsabilidad es de los otros: del ignorante, rojo, corrupto, facho, fanático, resentido, progre, caviar; en resumen, ese gran cajón de sastre que tenemos para desvincularnos de toda responsabilidad cuando no nos gusta el resultado. Quizá para que comiencen a cambiar las cosas tenemos que dejar de usar la etiqueta de “otros” y reemplazarla por “nuestro”, para hacernos realmente responsables del destino de nuestro país. Quizá tenemos que hablar más de política informándonos y no repitiendo como loros lo que escuchamos, así no nos guste ni nos sintamos cómodos y, por supuesto, no cada cinco años, sino todos los días. Quizá debemos recordar que cada acción que tomemos como personas o empresarios tiene consecuencias y no debemos esperar una ley ni un impuesto para despertar nuestro sentido de comunidad y espíritu ciudadano. Dejemos de ser ciudadanos pasivos, ausentes, pecho frío y actuemos como verdaderos hijos del Perú. //
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