Debe haber sido a principios de los años ochenta cuando los tres hermanos recibimos un regalo que venía del futuro: un robusto artefacto metálico de color azul y plata con llamativas esponjas naranja. Llevaba su nombre tallado en una tipografía esbelta: Walkman. Lo usábamos por turnos.
El prodigio, caminar por el mundo escuchando tu música favorita como si se tratara de una idea propia, era motivo de asombro y gozo supremo. El sueño definitivo de todo adolescente al alcance de una leve presión del dedo índice. Hundir el play era facilitar una manera indolora y controlada de abandonar el mundo. ¡Oh, melancolía juvenil!
La portabilidad del Walkman disparó la importancia y poder mítico de su razón de ser, el casete. Esa pequeña caja plástica atesoraba un bálsamo multiuso: aliviaba el acné, acompañaba al corazón roto, distraía a la dismorfia y ahuyentaba los males que asolan al púber en trance adulto. El casete era antídoto y era herramienta.
Precisamente por tratarse de un tesoro de compromiso personal, el casete se convirtió en contenedor sagrado de una ofrenda amorosa. Grabar un casete dedicado a alguien era la prueba de amor antes de la prueba de amor. El último que recibí, lo recuerdo y espero que ella también, aún lo escucho de memoria. Y ya no tengo tocacasete.
En cambio, el primero que hice ya no recuerdo para quién era (versión senil de un caballero ya no tiene memoria). Pero estoy seguro de que grabé música de The Cars. Un popurrí de ese pop de claroscuros kinéticos generado por el bajista rubio y apolíneo Benjamin Orr; y el guitarrista glacial y estrafalario, el flacuchento Rick Ocasek. Tal como nuestro Guillermo Campos, el feo que canta lindo, Ocasek era el perfecto ídolo a contracorriente. Un contrahecho.
The Cars tuvo el lujo de contar con una ilustración original del maestro arequipeño Alberto Vargas para uno de sus discos, Candy-0. Ellos querían un dibujo de una mujer sobre un Ferrari al estilo de las clásicas pin-up girls de Vargas que salían en Playboy. Alguien preguntó: ¿y Vargas no estará vivo? Lo buscaron, lo encontraron y lo invitaron a un par de conciertos. Vargas dijo que no sabía mucho de música moderna, pero le habían encantado las chicas que iban a verlos. Tenía 83 años y les hizo la portada del disco.
Volviendo a ese primer casete, la canción estelar —aquella traductora del embelesamiento infinito profesado por esa olvidada Dulcinea— no podía ser otra que esa balada perfecta llamada “Drive”.
Grabando el video de esa canción, Ocasek, de 40 años, había conocido a la supermodelo Paulina Porizkova, de 19. Se casaron, tuvieron dos hijos, se divorciaron de una manera inusualmente incruenta y amable.
Paulina, ya una señora en la cincuentena, hace unos días contó en su Instagram cómo encontró a su exesposo apaciblemente muerto, si eso es posible, sentado en casa con eterna tranquilidad. En medio del luto, un fan posteó un video mal hecho pero documental de Ocasek cantando un “Drive” acústico. La canción original la cantó Orr, que murió de cáncer en el año 2000.
¿Quién le va a prestar atención a tus sueños?, escribía Ocasek en esa canción. Para esa y otras preguntas celestes es que nos queda su música, cantautor new wave ochentero. Descanse en paz.