Si en el Perú un policía blanco se arrodillara sobre la garganta de un ciudadano negro el evento sería estadísticamente tan improbable que ambos se mirarían con asombro. El propio policía levantaría lentamente la rodilla preguntándose cómo así, en una sociedad de castas establecida desde 1535, alguien como el acabó defendiendo por 1600 soles al mes entelequias sujetas a verificación como la ley y el orden peruanas. Eso les toca a otros, se diría.
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Invirtiendo la figura, si en el Perú un policía negro se arrodillara sobre la garganta de un ciudadano blanco, tras un incómodo silencio introspectivo el policía se levantaría pidiendo las disculpas del caso con un aprendido “imagino que no sé con quién me estoy metiendo”. Un leve trémulo estremecería el Panteón de los Héroes, lugar de reposo del Mariscal Ramón Castilla, mientras el ciudadano recuperaría el aliento. Luego como si nadie hubiera dicho nada efectivamente advertiría: “no sabes con quien te estás metiendo”. Inmediatamente llamaría a alguien que siempre sabe con quién se está metiendo, como Richard Swing.
Ampliando las probabilidades, si en el Perú fuera un policía ‘cholo’ el que se arrodillara sobre la garganta de un ciudadano negro el acontecimiento ocuparía espacio rutinario en el segmento policial del noticiero nocturno. El apelativo del agredido sería destacado con un ambiguo subtítulo en pantalla (ie “El Negro Covid cae usando mascarilla bamba”) mientras se escucharía una voz de fondo diciendo ya pues jefe, deje trabajar. Nadie se conmovería demasiado.
La barbarie policial norteamericana, fruto del racismo institucionalizado desde la autoridad que empieza en Trump, estremece y conmueve al planeta. Empeora ese suceso cuando el simulacro de líder que tiene ahora la primera potencia del mundo utiliza un conflicto racial histórico y grave como insumo electoral al borde de un baño de sangre militarizado. Antes usaban las cruces, ahora la biblia es una pieza de utilería para la supremacía blanca.
Aquí no somos Minneapolis pero convivimos con el racismo desde hace cientos de años, habiéndolo normalizado como un rasgo a veces inconsciente de nuestros usos y costumbres. La melanina es lo que le da color a la piel. Determinar que una persona es inferior a otra por la presencia de este biopolímero en el organismo es un estupidez increíblemente robusta y longeva.
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Está muy bien que la gente -o las redes, ese espejismo- se conmuevan y se sumen y repitan el black lives matter como mantra políticamente correcto del otoño. Pero no sería malo extender esa solidaridad cromática a la paleta de colores nacionales donde el marrón es el que predomina.
Solemos hacer estos ejercicios de doble moral caleidoscópica: siempre la viga del ojo ajeno, nunca nuestra propia ceguera. Así, conmovidos por la tragedia norteamericana, obviamos por normal la exclusión cotidiana que nos envuelve como si aquí no pasara nada.
La nuestra no es una cultura anglosajona. Aquí favorecemos el doblez colonial y el juego criollo de las apariencias. Como alguna vez dijera un querido y sabio amigo, seguimos siendo una sudráfrica caleta. O ya no tanto, ahora que los teléfonos tienen cámara.