Todo empezó en la pandemia. Los vecinos, unos veinteañeros colombianos muy dados al bailongo, montaban unas fiestas tremendas. Yo ni me percataba. Fue mi esposa la que una noche de fin de semana me advirtió: «Anda, tócales la puerta, no es posible que pongan la música tan alta a esta hora». ¿De qué música hablas?, le dije yo, quitándome los auriculares de la cabeza, poniendo pausa a la serie o película que estaba viendo. «¡¿Acaso no escuchas?! Pero si es un escándalo», reaccionó ella. Entonces me puse de pie, pegué la oreja izquierda al muro limítrofe y me concentré en el ruido que provenía de la casa de al lado. «¿Ahora sí escuchas?», preguntó mi esposa. «Sí, sí, han puesto ‘Thriller’», dije, y empecé a cantar el coro y a hacer los movimientos de Michael Jackson. «¡Ya sé que han puesto ‘Thriller’!», se indignó ella, «¡retumba por todo el edificio!, ¡lo que quiero es que vayas y les pidas que bajen la música!».
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A la mañana siguiente, mi esposa me hizo un nuevo pedido: visitar a un otorrinolaringólogo. Solo atiné a reírme recordando esa canción que se bailaba en las fiestas de Año Nuevo del siglo pasado donde el otorrinolaringólogo se juntaba con el neurólogo y luego buscaban al odontólogo, y a Pepe, el radiólogo, y a su compadre, el entomólogo, y hasta al cardiólogo para montar una juerga o algo por el estilo. «¡Te hablo en serio!, ¡¿sabes que puedes estar quedándote sordo?!», me alertó ella, borrándome de la cara la sonrisita cumbianchera. En ese instante, recordé la notificación que el teléfono celular me reitera a diario: «Se ha detectado que has estado expuesto al volumen máximo durante un tiempo prolongado».
Fui al hospital y me puse en manos de una doctora que, después de realizarme cuatro audiometrías, me comunicó su diagnóstico inapelable: «Tiene usted otosclerosis bilateral». Si me lo hubiera dicho en coreano o en hebreo, me habría sonado igual de ininteligible. «¿Qué es eso?», le pregunté, temeroso. «Es una enfermedad, comúnmente hereditaria, que se produce por un crecimiento anormal de los huesos pequeños del oído y que deriva en una pérdida gradual de la audición». Me quedé mudo. Me quedé mudo pensando que podría quedarme sordo. Segundos después, en tono vacilante, le consulté por la solución médica. «Puede usar audífonos o someterse a una cirugía», señaló con pragmatismo. «¡Prefiero la cirugía mil veces!», me apuré en afirmar, haciendo prejuicioso hincapié en que de ninguna manera iba a colocarme esos aparatos, ¡ni que fuera un anciano! La mujer procedió a detallar enseguida en qué consistía la intervención quirúrgica: «Primero realizamos una incisión en el conducto auditivo para elevar la piel, luego levantamos el tímpano para tener acceso al oído medio, una vez ahí localizamos el estribo y procedemos a desarticularlo y retirarlo». Cuando la doctora llegó a ese punto, yo estaba al borde de las lágrimas. «Debo decirle», añadió de inmediato, «que, si bien la cirugía es lo más recomendable, es un procedimiento delicado y existe un 1% de probabilidad de pérdida total de la audición». El consultorio quedó en silencio (es un decir). Pasados unos segundos, le pedí que por favor me proporcionara más información sobre los audífonos.
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Ese día, volví a casa bajoneado y pensativo. Recordé a un chico del colegio, Leoncio Bardales, el ‘sordo’ Bardales, a quien fastidiábamos porque no escuchaba bien y se la pasaba pidiéndoles a los profesores que repitieran las lecciones con un tono más grave. Para colmo, el segundo apellido de Bardales era Tapia.
También pensé en las probabilidades mencionadas por la doctora, y por primera vez los cálculos matemáticos me funcionaron y sentí que la estadística implicaba a mucha gente: de mil pacientes con otosclerosis que entran al quirófano, ¡diez! salen de allí sin escuchar nada y pierden el oído para siempre. Es demasiado.
Hace unos días reconfirmé por escrito mi decisión de no someterme a cirugía alguna mientras la enfermedad no afecte mi vida diaria ni me impida trabajar. Así que aquí ando, disfrutando de los sonidos del mundo, sabiendo que quizá algún día me resultarán imperceptibles. Hasta el rechinar de los frenos gastados del autobús ahora me parece hermoso. //
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