La peor guerra no es la que vemos en una pantalla, sino la que se desata detrás: la guerra en pos de la verdad o de un relato que pretende sonar a la verdad. Es ahí cuando surge el maniqueísmo, esa triste necesidad humana de reducir conflictos muy complejos, como el de Israel y Palestina, a un mero asunto de policías y ladrones, de perseguidos y perseguidores.
Evidentemente, quedan fuera de esta consideración aquellos ciudadanos del mundo que, ya sea por razones de nacionalidad o raigambre, se ven sentimentalmente obligados a manifestar su solidaridad con una de las poblaciones en disputa. Incluyo en esa misma excepción a quienes, sin importar el color de su pasaporte, eligen un bando, pero con argumentos producto de un largo análisis de las condiciones históricas, religiosas y sociales que claramente dan contexto a este enfrentamiento.
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Resulta menos comprensible, en cambio, la adhesión de quienes, sin haber indagado lo suficiente en las problemáticas de Oriente Medio, colocan la bandera de Israel o Palestina en su perfil de redes sociales con una soltura que sería admirable si no fuera temeraria. Aunque parezca menor, el gesto de identificarse con determinados colores guiándose únicamente por sesgos ideológicos (y solo después de verificar qué otras personas han hecho lo mismo) refuerza la polarización, ese cáncer que tiene en jaque a las sociedades del planeta. Los peruanos, que ya llevamos un buen rato peleándonos por nuestras miserias políticas, ahora también nos dividimos por lo que sucede en la remota Franja de Gaza.
Para quienes estamos desinformados o informados a medias (es decir, la gran mayoría), el único respaldo razonable es el respaldo a los civiles inocentes, tanto a los israelíes, a los que hemos visto huir de las balas de los salvajes terroristas de Hamás y llorar sin consuelo la muerte o desaparición de sus familiares y amigos, como a los inocentes palestinos, que están ahora mismo sufriendo, por aire, mar y tierra, el impacto de la brutal contraofensiva ordenada por el primer ministro Netanyahu.
En toda guerra hay cuatro tipos de actores: las autoridades políticas que deciden poner en marcha los ataques (junto con sus aliados estratégicos); los militares que llevan a cabo las operaciones, convencidos (unos más que otros) de la necesidad patriótica de derrotar al enemigo; los reservistas o voluntarios que, pese a no haber sido reclutados, manifiestan su disposición a coger un arma e ir al frente de batalla de ser necesario; y, por último, la población civil, que se mantiene al margen de un estallido que claramente hubiera preferido evitar.
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En la historia se han dado numerosos casos de civiles que se han visto forzados a integrar una tropa nacional ante la escasez de recursos humanos. Pienso en lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial con el Ejército alemán, que después de sufrir numerosas bajas en su intento por invadir Unión Soviética tuvo que incorporar a sus filas a ciudadanos de a pie. Fue así como jóvenes sin mayor formación para el combate, dedicados en el día a día a la pesca, la cosecha, el comercio o los estudios, acabaron enfundándose un uniforme, con un fusil entre las manos, sirviendo al Tercer Reich.
El compendio general de las guerras está plagado de jóvenes, militares y civiles que murieron en nombre de causas que ni siquiera tenían claras. La famosa frase de Paul Valery sintetiza bien esa dolorosa contradicción: «La guerra es una masacre entre gente que no se conoce, en beneficio de gente que sí se conoce, pero no se masacra» (años después, el periodista y fotógrafo alemán Erich Hartmann, homónimo de un famoso piloto de la Luftwaffe, reelaboró la frase del poeta francés para decir: «La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen ni se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan»).
Sin embargo, el drama más sobrecogedor de toda guerra lo protagonizan siempre, siempre, siempre los civiles que, sin armas para defenderse, sufren directamente la violencia sanguinaria de otros mientras buscan sobrevivir. Los inocentes no tienen una sola bandera ni un solo país. Si toca ponerse de un lado, es del suyo. //
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