Decía Julio Ramón Ribeyro que en el surgimiento de la vocación artística suelen intervenir, principalmente, tres factores: el genético (provenir de una familia con aficiones creativas), el psicológico (el carácter del sujeto, su predisposición de ánimo, su talante), y el educativo (una instrucción que ayude a despertar y estimule el gen artístico que se trae en la sangre). Pero más poderoso que cualquiera de ellos, afirmaba el escritor peruano, es un cuarto factor: el azar (un hecho casual, accidental, independiente de la voluntad del individuo, que cambia drásticamente su forma de ver el mundo, mediante el cual descubre su esencia, su identidad). Pienso en eso viendo “Los Fabelman”, la película autobiográfica de Steven Spielberg, gran favorita para llevarse mañana varias estatuillas en la entrega del Óscar.
Lo que en ella se nos cuenta es justamente eso: el nacimiento de una vocación, una vocación que se manifiesta, fortuitamente, la noche del 10 de enero de 1952, en New Jersey, luego de que el pequeño de 6 años Sammy Fabelman, persuadido por sus padres, venciera su miedo a la oscuridad y aceptara entrar al cine por primera vez para ver “The Greatest Show on Earth”.
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En uno de sus cuentos más conocidos, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, Borges escribe: «cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Esa noche en New Jersey, al ver en la pantalla gigante una escena catastrófica que no podrá olvidar y que lo acosará en los días y noches siguientes, Sammy Fabelman tiene una epifanía: sabe que ha nacido para dirigir películas. ¿Qué hubiese ocurrido si se negaba a entrar? No lo sabemos.
El azar ribeyriano intervino en la vida ficticia de Sammy (y antes, mucho antes, en la existencia real de Spielberg) y acomodó las cosas. Ese instante revelador de “Los Fabelman” me remitió directamente a lo vivido por el escritor argentino Manuel Puig, quien desde muy niño desarrolló una fascinación profunda por el cine («en mi niñez yo solo respiraba dentro del cine»). En su caso, fue la madre la artífice involuntaria de la pasión de Puig, pues lo llevaba consigo todos los miércoles al cine del pueblo para ver sus películas favoritas, donde aparecían las sensuales o perversas Bette Davis, Rita Hayworth o Hedy Lamarr, sin sospechar el influjo que tendría Hollywood en la imaginación de su hijo. Una noche llegaron tarde, las butacas estaban llenas, pero la madre consiguió que un amigo suyo los dejara ver la función desde la sala de proyección. Puig escribiría años después que allí, en ese cuartito, observando el rayo de luz arrojar imágenes sobre la pared, comprendió cómo la ficción penetraba en la realidad, modificándola.
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Otro momento decisivo de “Los Fabelman” ocurre cuando Sammy, ya adolescente, es testigo del divorcio de sus padres. La madre está enamorada del mejor amigo del padre, pero es este quien se inculpa por la separación delante de los niños, provocando en ellos un recelo que no desaparecerá con facilidad. Así ocurrió en la vida real. Spielberg ha confesado que ese acontecimiento, tanto como el posterior distanciamiento con su padre, marcaron su carrera. Quizá por eso en muchas de sus películas (“Encuentros cercanos del tercer tipo”, “E.T”, la última de la saga “Indiana Jones”, entre otras), hay un hijo que extraña al padre, busca su aprobación, o al menos hace lo posible por llamar su atención.
Un último guiño literario es pertinente: Vargas Llosa narra en sus memorias que su papá, al ingresarlo en la escuela militar para que se le quite el gusto por escribir («ese pasatiempo de maricones»), lo que en realidad produjo fue el efecto inverso, pues en el Leoncio Prado el escritor encontró todos los temas de su novela inaugural, “La ciudad y los perros”. A Sammy Fabelman le ocurre algo similar: su padre no quiere que sea cineasta, quiere que vaya a la universidad, pero todo lo que hace para menoscabar la vocación del hijo solo consigue afianzarla.
La película depara en el espectador dos reacciones posibles: la de quienes se identificarán con el protagonista en la alegría de haber elegido la profesión correcta, y la de aquellos que saldrán cuestionándose por qué no se atrevieron a ir por el camino que estaban llamados a tomar. //
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