Lee la columna de Lorena Salmón. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Lee la columna de Lorena Salmón. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Lorena Salmón

Nunca fui una persona fácil para mi .

Es más, me imagino que he sido fuente directa de gran parte de su sufrimiento. La buena noticia es que así como habitamos la oscuridad, también somos luz. Y desde que he sido consciente de que no hay maestros como los padres, he intentado con todos mis recursos decirle y demostrarle cuánto la amo.

Si cierro los ojos, lo primero que viene a mi mente son sus manos sobre el volante, sus manos perfectas con las uñas largas y rojas y su olor a Hinds de almendra. Manejaba un Volkswagen amarillo eléctrico a una velocidad que mi padre reprochaba visceralmente, quizá como plena contraposición a la forma en que maneja él: sin prisa.

Mi mamá fue secretaria ejecutiva desde que tengo uso de razón. Trabajaba durante horas, salía temprano y regresaba por la tarde.

Cuando no estaba, mi curiosidad se volcaba en meter las manos a sus cajones, que guardaban orden típico de un perfil con síndrome de control. Miraba tele en su cama, saltaba sobre la misma personificando a Daniela Romo y me dejaba ir al universo de mamá revisando cada una de sus cosas: el sobre que tenía en su mesa de noche con cientos de papeles y fotos de su pasado, y el mío también; sus libretas con apuntes en taquigrafía que nunca podría entender; las tarjetas que mi papá alguna vez le había enviado acompañadas de un ramo de flores; sus inhaladores.

Pasaba la tarde en su clóset, en los cajones de su baño, probándome las muestras gratis de perfume que acumulaba.

En los años 90 no había Internet en casa a donde acceder cada vez que no supieras qué hacer.

Si mamá regresaba de trabajar y se daba cuenta de que algo de sus cajones se había movido por centímetros, nos llamaba la atención : no le gustaba que le tocaran sus cosas y siempre se daba cuenta. Tu intuición, madre, tan desarrollada.

Recuerdo su amor incondicional cada vez que gastaba todo su sueldo en comprarnos ropa en Plaza San Miguel o en Gabaldoni, o engreírnos llevándonos al Cherry o a dar vueltas en el carrusel de Camino Real.

Sé que durante mi adolescencia le costé muchas lágrimas, pero también sé que la fortaleza que luego emanaría en mí era su fortaleza.

En los momentos más difíciles mi mamá jamás se ha acobardado, siempre ha sido valiente cuando ha tenido que serlo, lo suficientemente fuerte para no refugiarse en culpas y postura de víctima. Siempre me ha dado amor sin cuestionarme nada y sin pretender cambiar lo que soy.

Qué bonito querer así, mamá, qué importante me siento.

Fuiste mi compañera durante mi embarazo inesperado y prematuro: gracias por todas las bolas de helados que me viste comer mientras tomabas tu café y me dabas tu amor como siempre, tratando de suplir cualquier vacío y ayudándome a vencer mis miedos.

Creo que ese querer tan puro y bonito que se siente cuando solo quieres hacer feliz al resto, esa clase de amor me la enseñaste tú.

Eres la que todos los días me dice te amo y te extraño ahora que no nos vemos, y aunque no te lo diga siempre, me hace feliz escucharte bien.

La buena noticia después de esto es que mi intención absoluta es abrazarte hasta que tú me digas basta. También echarnos juntas en la cama, de la mano, para ver cualquiera de esas películas tontas que te hacen reír de una forma vergonzosa pero gozosa, y que siempre me contagiaba risa y felicidad hasta las lágrimas.

Qué rico, mamá, me quedo con esa imagen: ya pronto. //

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