"Soñó con su hijo y su esposa. Los vio caminando de la mano de un hombre que no era él". Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Kelly Villarreal / Somos)
"Soñó con su hijo y su esposa. Los vio caminando de la mano de un hombre que no era él". Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Kelly Villarreal / Somos)
Renato Cisneros

Me entero por chat de que mi amigo B está internado en UCI, contagiado de COVID-19. La noticia me sorprende pues hace tan solo una semana hablé por teléfono con él para darle mis condolencias (su padre había muerto de un infarto poco antes de Año Nuevo), y parecía estar normal.

Durante los días siguientes me llegan al WhatsApp reportes de su situación clínica. Cada noticia es más preocupante que la anterior: “su nivel de saturación de oxígeno sigue bajando”; “parece que van a tener que entubarlo”; “ayer lo entubaron”; “lo han tenido que poner boca abajo”; “solo quedar rezar”.

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Se recurre a la postura boca abajo cuando se presentan casos de insuficiencia respiratoria; el propósito de la maniobra –complicada de realizar en pacientes que, como mi amigo, están entubados– es propiciar una mejor oxigenación.

En total fueron diez días los que B se mantuvo completamente sedado, en un paréntesis entre la vida y la muerte, ignorando por completo lo que sucedía a su alrededor.

A las 48 horas de salir de UCI, desde su cama de recuperación, sin fuerzas para sostenerse en pie, B me llama por teléfono. Al inicio no lo reconozco: su voz es una hilacha, la voz de alguien que ha recibido una paliza. Lo oigo juntar palabras con dificultad. No resisto la tentación de preguntarle qué pasó por su cabeza durante ese largo trance en cuidados intensivos.

Entonces me cuenta que de un día al otro pasó de registrar valores normales de saturación de oxígeno (95-100) a saturar 93. Fue a una clínica donde, tras practicarle una tomografía, un médico le informó: “Tienes el 30% de los pulmones afectados, te quedas”.

Pasó esa primera noche en un cuarto normal, pero al día siguiente fue necesario conducirlo a UCI, pues sus niveles de oxigenación continuaban decreciendo. Desde el momento en que lo entubaron el mundo exterior quedó en pausa, y él, inducido por medicamentos, ingresó a un territorio que era mezcla de limbo y de prisión. “Mi cuerpo estaba dormido”, me explica, “pero mi cerebro no”. Fue ahí cuando surgieron los sueños, los insólitos sueños de alguien que no sabía si lograría despertar.

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Había oscuridad por todos lados, relata B. Se veía a sí mismo boca abajo, rodeado de estatuas gigantes (se dice que quien sueña con estatuas se halla en un proceso de transición). Las figuras portaban espadas y parecían ser celadores o vigías. “Sentía las voces de gente hablándome, diciéndome que peleara”, me confiesa B al otro lado del teléfono y por primera vez desde que empezó esta maldita temporada de virus, contagios y gente muriendo sin parar, reparo en que tengo miedo. “Empecé a ver a mis muertos, mi abuelo, mi papá, mis tíos, me decían ¿qué haces aquí?, todavía no te toca”.

Una noche, mientras mi amigo conversaba con esos fantasmas, el médico llamó por teléfono a su hermano menor para decirle que B no estaba reaccionando al tratamiento. “Veo difícil que salga”, dijo antes de colgar.

Con una claridad que escarapela, B me cuenta que en otro momento (no habla de días, sino de momentos) soñó con su hijo y su esposa. Los vio caminado de la mano de un hombre que no era él, y me dice que esa imagen lo abatió y lo hizo pelear desde su inconsciencia para tratar de volver con ellos, ya no en el sueño, sino en la vida real, si es que acaso aún quedaba una vida real aguardándolo.

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Al final, el oxígeno restableció a tiempo la actividad de sus pulmones y los doctores decidieron quitarle la sedación paulatinamente. Había ganado el duelo. Pero faltaba un último esfuerzo: soportar que le retiraran el tubo. “Vas a querer vomitar”, le advirtió el médico, “trata de expulsar todo”. B sintió que de su interior salían no solo líquidos sino también partículas vivas, algo parecido a un enjambre de insectos: “Igual que ese personaje de Milagros inesperados, que se libera del mal alojado en su cuerpo vomitando moscas”.

Ahora B ha vuelto con los suyos. Desde que me contó su vivencia he redoblado mis cuidados. Confieso que me da pánico quedar atrapado en esa frontera de sombras, sin oportunidad de volver a ver a la gente que amo, sin la mínima chance de dedicarles siquiera una última palabra. //

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