Un grupo de turistas orientales provistos de su acostumbrada mascarilla respiratoria circulan avergonzados dentro del aeropuerto de Barcelona. El uso de la máscara, mucho antes de la aparición del Coronavirus, fue siempre un rasgo de educación nipona: evitar contagiar a terceros con un resfriado común. Los occidentales nos conformamos con usar la manga de la camisa.
Estos enmascarados en el aeropuerto hacen ahora mas reverencias que las de costumbre. Sin palabras tratan de explicar que no están enfermos, que no quieren contagiar a nadie de ningún virus letal y que en realidad no son chinos sino japoneses. La gente se aparta a su paso. Los miran mal. Evitan que los niños se crucen dentro del rango de un probable estornudo suyo. Para ellos, y para el temor engordado por la ignorancia, la peste tiene ojos rasgados.
La escena se repite en los aeropuertos de Europa. Agentes enmascarados y con guantes revisan los maletines de mano. Cuando se trata de bultos de pasajeros orientales usan un palito de madera para hurgar con fastidio entre los contenidos. Es obvio que prefieren no encontrar nada.
Los restaurantes chinos de Barcelona lucen una notoria falta de comensales. La mitología de la sopa de murciélago ha socavado la incontestable sabiduría del kión. La falsa ilustración de las redes ha herido de muerte a la Enciclopedia Británica, al Pequeño Laurusse, al Tesoro de la Juventud.
Una situación análoga, pero adefesiera como suele ser lo limeño, se dio también en el vuelo que salía de Lima. Había pasajeros orientales a bordo y viajeros peruanos con cara de asco sentados a su lado. Los peruanos les hacían muecas a las aeromozas diciéndoles sácame a este de aquí, umbral del delito discriminatorio que las azafatas europeas no registraban.
Entonces se refugiaron en el idioma. Para referirse a los orientales los connacionales usaban dos modismos solo decodificables por el oído peruano. Les decían los coronitas, como las galletas y el virus, o los fujimoris, por la susodicha estirpe nikei peruana. Esa era la jerga entre los pasillos del Boeing 787 Dreamliner, uno de los aviones más modernos del mundo convertido por unas horas en un callejón trasatlántico.
Esos apelativos me hicieron recordar dos sobrenombres raciales que alguna vez escuché de joven. El primero de ellos fue en Ancón. Lo usaban los adultos los domingos cuando la marea popular de Ventanilla bajaba a la playa pública del balneario con malecón. Ahi vienen los british, se decía aludiendo a la advertencia del patriota norteamericano Paul Revere cuando en el siglo XVIII avisó de la llegada a costas americanas de los imperialistas británicos con ¡the british are coming! Una manera culta de culta de evitar la palabra cholo.
El otro lo escuché en los ochentas entre peruanos residentes en Missouri, el midwest norteamericano. Sintiéndose en la necesidad de alertarse entre ellos ante la cercanía de alguien de raza negra, una amenaza cromática de alcances psicológicos, solían llamarlos los color puerta. Decir negro en español equivalía a nigger, un insulto directo cuando no se comparte la misma piel.
El prejuicio y la ignorancia son virales por naturaleza. El temor a lo desconocido solo exacerba ambos, amenaza traducible según la manera en que se presente el horror a la diversidad: ellos me van a quitar mis privilegios, ellos me van a quitar el trabajo, ellos me van a contagiar algo espantoso. Siempre son los otros los responsables de cualquier infortunio.
El miedo ha vuelto. Esta vez en la forma de una salpicadura letal: un estornudo cualquiera en un aeropuerto cualquiera.