No todos pueden comenzar su historia de emprendimiento con una seguridad arrolladora. Sobre todo si, como en mi caso, no eres un emprendedor por vocación, sino por decisión. Si a eso se suma que toda la vida una se la pasa del otro lado de la mesa (trabajando para alguien), los miedos y la tentación de dejar de intentarlo se acrecientan.
Cuando decidí emprender, no estaba del todo convencida. Tenía pánico escénico: esto no era lanzarme a la piscina, sino al mar (al que hay que tenerle respeto). Pero nadie dice que es fácil trabajar en el mundo corporativo, y no es necesariamente una piscina donde siempre te sientes con piso.
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El emprendimiento me resultaba una palabra grande. Era infinito a nivel de posibilidades y, por eso, tan poco preciso. Además, turbulento porque dependes de muchos factores. E inquietante porque, quién sabe, de repente descubría que el agua no era la salada, sino yo. Entonces, si bien ya estaba decidido que renunciaría a mi trabajo para emprender, no estaba convencida.
Decidí buscar una entrevista con uno de los gerentes generales de una compañía. Recuerdo que ese día fui vestida como a una entrevista de trabajo, bien a los tacos y mi CV bajo el brazo. Fernando me invitó a pasar a esa oficina gigante, en el medio de San Isidro, y me invitó un café que él mismo serviría. Me llamó la atención la inmensa colección de sapos que tenía este señor. Había visto oficinas llenas de trofeos, carritos o fotos; pero sapos –de todo tamaño, color y forma– la verdad que no. El tema de los batracios nos sirvió para romper el hielo: me contó que los sapos dan suerte y que el primero de ellos se lo regaló su hija. Luego comenzamos a hablar de mi carrera, de mis expectativas y de las cosas que había hecho, pero sobre todo a dónde quería llegar.
De pronto, cerró el file que le había preparado y me dijo que consideraba que no tenía nada para mí. Me sentí un sapo en ese momento, el más feo de la oficina. La razón por la cual consideraba no recomendarme a ninguna posición gerencial era porque él sentía que ya estaba lista para saltar a mi estanque y nada mejor que a los 40 para poder comenzar mi propia empresa.
Me contó su historia y la de su socio, y cómo el atrevimiento y la autoconfianza les permitieron construir desde cero lo que hoy son. Ese momento fue un hito en la historia de mi emprendimiento. Me indicó que debía dar inicio a una nueva etapa.
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Pero ese no fue el único momento en el que me sentí un sapo. Estaba grabando la promoción de un programa de televisión que próximamente lanzaría el canal de televisión donde aún trabajaba. Uno de los protagonistas era el cantante Deyvis Orosco, a quien conocía desde hace algún tiempo por diversos proyectos. Mientras esperábamos su turno para grabar, decidí confesarle lo que no me había atrevido a decir en voz alta: “Estoy pensando en renunciar y abrir mi propia aceleradora de marcas, pero no sé si es una buena idea, sería un cambio radical en mi carrera, hay un montón de competencia y, bueno, no sé si tengo sangre de emprendedora”.
Deyvis me miró fijamente y me dijo: “Luciana, yo sería tu primer cliente”. Escuchar que alguien tan talentoso confiaba de esa forma en mí, fue un shot de seguridad a la vena. Me sentí nuevamente como un sapo pero esta vez como en el cuento de niños, que, luego de un beso, se convierte en príncipe. Esa frase de Deyvis alimentó mi autoconfianza y quedó grabada en mi mente hasta hoy. Recordé ambos momentos a raíz del lanzamiento de mi nuevo libro I Will Survive, verdades de una emprendedora. Emprender es duro, es un acto de supervivencia diaria donde gran parte de tu alimento es escuchar a quienes con experiencia y conocimiento pueden ver lo que ni tú ves en el espejo. //
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