En una sartén con mantequilla y dos hojas de salvia, Ugo Plevisani (Lima, 1952) vierte un puñado de tortelloni al dente, rellenos de asado, prosciutto y parmesano. Se elaboran a diario en su nuevo taller miraflorino, junto con tagliolini, fettuccine, cappelletti, pan campesino y una masa de pizza que reposa dos días para que sea más ligera. Todo se prepara desde cero porque pueden, porque quieren, y porque así es como debería ser siempre. Una de las primeras cosas que me dice Ugo sobre su menú es que cuando se trata de pasta rellena, es importante saber dónde se hace y qué se usa, tal y como se elige un chifa porque se confía en lo que hay dentro de los wantanes. Un acto de fe que tiene sentido.
Alora. Regresamos a la sartén con los tortelloni brillando en mantequilla y Ugo agrega un poco de trufa negra y más parmesano, rallado al momento. Me da un trozo de queso para ir comiendo, le da dos vueltas a la preparación y sirve. Momento. A veces se le pone alverjitas a esta receta –breve pausa antes de hincar el tenedor– y, como tiene algunas a la mano, Ugo regresa todo a la sartén por unos cuantos segundos y las vuelca encima. Tutto pronto. Comemos de pie en la cocina y nos vamos moviendo, plato en mano. Podría preparar también unos fettuccine Alfredo, dice, pero para hacerlo como es debido hay que tomarse su tiempo y tenemos que seguir con las fotos. Mejor otro día. Mejor comemos pizza. Quizás haga una con flor de calabaza luego.
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Entramos a ver el taller, ubicado a pocos metros de ahí, en una suerte de trastienda. Mientras Ugo va entonando estrofas del éxito de 1991 titulado I Will Always Love You y yo saboreo mi último tortellini, entramos a su santuario: su pastificio. Un espacio ordenado, silencioso, con maquinaria difícil de entender, pero efectos fáciles de constatar: los fettuccine que reposan antes de estar aptos para la venta son tan perfectos que casi provoca comerlos crudos. Ugo los observa y estudia, como viene haciendo todos los días desde hace varios meses en el espacio que lo ha regresado al servicio gastronómico después de pasar más de una década manteniendo un perfil menos público.
Papagiani (un apodo que Ugo tenía de chico) es un lugar especial, distinto; sin demasiadas pretensiones ni formalidades en carta o concepto. Es pequeño y cálido. Exactamente la clase de sitio donde se puede comer un plato de pasta recién servido, de pie y sonriendo, aunque cuenta con bancas, una barra interior y varias mesas en una terraza que bordea el local. Todo depende de la experiencia que se busque. Un cliente regular suele ir a comprar pizza en pijama, acaso el mejor atuendo que existe cuando se está a punto de consumir carbohidratos. Cruza la avenida Reducto, pide algunos cortes variados de pizza, y regresa a casa a tiempo para ver su programa favorito. Viva l’Italia, viva el Perú y viva el apetito que tenemos en común.
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Buena masa
Sandra Pierantoni se enfermó de tifoidea a inicios de la década del ochenta. La recuperación le impedía levantarse de la cama, pero cada vez que veía a Ugo Plevisani en televisión (entonces él conducía Juego real, el programa que lo hizo famoso por su estilo elocuente y un acento en ocasiones indescifrable) reía a carcajadas. Se conocían de mucho antes: sus padres habían trabajado juntos. Pero él le llevaba once años y había pasado buena parte de su vida en Europa (su familia volvió a Italia cuando él era pequeño), razón por la cual habla cinco idiomas que todavía usa con frecuencia; especialmente el italiano y el inglés. Cuando se reencontraron en Lima, Sandra tenía 19 y él, 30. “Primero quiso salir con mi hermana, pero ella ya estaba comprometida, así que me mandó a mí”, bromea sobre esos primeros encuentros. Ella era bastante tímida; él se convertía en el centro de atención allá donde fuese. Los unió primero una genuina afición por el cine (Sandra quería ver películas como Blade Runner y The World According to Garp y Ugo resultó ser la compañía perfecta) y el flechazo terminó por concretarse. No de inmediato, sino cinco años más tarde, cuando se casaron.
De aquel día han pasado 35 años y la aventura ha sido constante: cuatro hijas, varios restaurantes y un proyecto de vida marcado por las sorpresas, ciertos altibajos y mucho, muchísimo trabajo. “Ugo es un personaje peculiar y yo soy como su cable a tierra, pero él es mi Pigmalión. Ha sacado lo mejor de mí y me ha dejado ser. Cuando le contaba que quería hacer algún postre, con tal crema o tal chocolate, él siempre se aseguraba de que use lo mejor. Y me hizo ver el mundo, lo cual me inspiró mucho”, cuenta Sandra. Todos los postres que llenan la vitrina de Papagiani los prepara ella misma en la casa donde viven ambos, muy cerca del local. Este es un proyecto de Ugo, insiste, pero ella suele recibir a los clientes, ayuda a despachar pedidos y pone un poco de orden en la casa. De rato en rato también se asegura de acomodarle la mascarilla a su marido porque, finalmente, así es el amor.
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No es la primera vez que trabajan juntos, por supuesto. En 1987 abrieron La Trattoria di Mambrino en el pasaje Bonilla de Miraflores, un buque insignia de lo que sería la fusión ítalo-peruana y un ejemplo de lucha y aguante: allí presenciaron apagones, crisis económicas y una bomba en Tarata que casi los destroza. Luego vino un crecimiento imparable: el lado más empresarial, como explican. Abrieron La Bodega de la Trattoria –y varios locales con ese mismo nombre–, además de nuevos restaurantes de La Trattoria di Mambrino, Lucio y Oliver. En el camino la tímida Sandra, la misma que se mantenía detrás de bastidores mientras Ugo hacía de anfitrión, se convirtió en una estrella televisiva al aceptar una oferta que le habían hecho inicialmente a él. Lo hizo a manera de terapia –su hija Camilla había fallecido poco antes a causa de un cáncer– y el resto ya es historia.
“Esto es un back to basics”, sostiene Ugo mientras le da los últimos toques a una de las pizzas (margherita; boscaiola; pizza roja al aglio olio; etc.) que vende al peso en el mostrador de Papagiani. “En todo el mundo los restaurantes están volviendo a esto, a las cosas sencillas pero bien hechas, a la comida de la casa”, indica.
Ugo Plevisani cocina, canta y habla de geografía y de historia, a veces todo al mismo tiempo. “¿Cuáles son los dos grandes aportes de los genoveses a la cultura peruana?” –aparte del pesto, se entiende–, me pregunta y me pone a prueba. La respuesta es la primera compañía de bomberos y la Beneficencia (yo sabía la primera). Luego me da ideas para el titular de esta nota (“‘El sugo –salsa– de Ugo’, ¿qué te parece?”) y me invita a ver cómo se tuesta la pizza de flor de calabaza que tantas ganas tenía de preparar. “No pegues mucho el celular, que se va a quemar”, me dice mientras la observa. Es hora de volver a comer.
Más información
Papagiani: pizza, pasta e fantasia
Dirección: Av. Reducto 1196, Miraflores
Horarios: Martes a jueves de 11 a.m. a 9 p.m. / Viernes y sábados de 11 a.m. a 10 p.m. / Domingos de 10:30 a.m. a 6 p.m.
Contacto: 992-501700
Instagram: @papagiani.reducto
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