A Victoria le encanta cocinar. En su mente, una plastilina es un panqueque, un pedazo de papel es un arándano y si anda más creativa de lo normal, un peluche es un queso. Todo lo mezcla, lo hornea, lo inventa. Para ella no hay límites: al mango le viene bien un poco de comino y la mandarina es deliciosa con varias pizcas de sal.
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Se esmera. Tiene pequeñas sartenes para sus mejunjes y retazos de cartón funcionan para hacer el arroz con piña. Y mientras cocina, narra. Voy a ponerle sal; voy a echarle pimienta, mamá. Ahora, un poco de fresas. Voy a cocinar el huevo porque está crudo y voy a cortar la papa; yo puedo solita, mamá.
La escena es tierna, divertida, de esas que una madre guarda en un lugar especial en su corazón. A su lado, sentada en el piso, la observo, le pregunto cómo la ayudo, le doy sugerencias que de vez en cuando las toma en consideración y pienso lo que piensan la mayoría de mamás sobre sus hijos: que son hermosos, perfectos tal y como son.
La alarma del hornito imaginario suena y es hora de servir el menú: panqueques de avena con arándanos y fideos con sal. Le voy a dar un platito a papá porque tiene hambre, dice Victoria. Con mucho cuidado, sosteniendo con ambas manos el platito –supuestamente- caliente camina hacia el escritorio donde está sentado su papá y se lo entrega. Toma, papito. Gracias, mi amor.
La niña regresa corriendo, feliz, emocionada. Y sirve otro platito. Este también es para papá porque sigue con hambre, dice. Y con el mismo cuidado de hace un minuto se lo vuelve a llevar. Gracias mi amor, se escucha desde el otro cuarto y la escena se repite: la niña regresa emocionada y sirve otro plato a su padre hambriento, insaciable. Y otro más. Y uno más. Y un poco de agua, de limonada. Y otro plato más.
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La escena es tierna, pero ya no tan divertida. Y la miro. Y me pregunto si en algún momento se acordará de alimentarme, a su madre que también tiene hambre, a la mujer que le dio la vida, que la cargó nueve meses en la panza, que no durmió para alimentarla de su propio cuerpo, a la que está sentada, literalmente, a su lado en el piso. Y nada. Papito tiene hambre.
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¡Oye! ¿Yo puedo probar un poco? le pregunto. Victoria me mira asombrada, un tanto seria, casi descuadrada. Prácticamente la escucho pensar, toma su decisión, me mira y me dice:
--Solo un poquito, mamá. Todo esto es para papá.
Bacán.
Así la amo.
*Adriana Garavito es mamá de Victoria, profesora de yoga y periodista. En estas columnas, irónicas y en primera persona, trata de resumir, explicar y defender el rol de una madre joven en el Perú del 2021.
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