La mayor paradoja y también la más inadvertida en el universo gastronómico: si todo sale bien en una cena, aplaudimos al chef y no al servicio, por más que este sea una parte esencial de la experiencia. Pero si algo sale mal, incluso si sale mal solo en la cocina y no depende del mesero, dejamos de dar propina. ¿Qué hace posible esta paradoja?
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El servicio no solo lleva platos y mantiene la mesa limpia, se ocupa de comunicarlos cuando la carta no basta –lo que ocurre con una normalidad apabullante–, sirve de mediador entre las necesidades del cliente y las distintas posibilidades de la experiencia –el vino, el café, la barra, la disposición de la mesa, la solución de alguna eventualidad–, y tiene la capacidad de, en caso de reaccionar de manera sensata, solucionar favorablemente una experiencia desastrosa. Se han visto casos en que un servicio empático y atento puede subsanar errores de cocina de la peor especie, y no es raro escuchar que el servicio eleve la experiencia gastronómica de una cocina mediocre, motivando el retorno de un cliente porque es atendido de la mejor manera.
A pesar de ello, hemos construido el ecosistema gastronómico dándole la espalda al servicio. El sistema culinario global –los programas de televisión, la prensa, la crítica, la mayoría de evaluadores y prescriptores– se eleva, en su mayoría, alrededor del culto a la figura del chef, y cuando se representa el servicio en los medios, normalmente se hace normalizando su maltrato –como ocurre en los programas de Gordon Ramsay–. Tal vez endiosamos mucho a los cocineros, y pasamos por alto con demasiada facilidad al personal que da la cara por sus platos.
Y la tarea no es fácil, por más que tendemos a pensar lo contrario. Servicio y venta son habilidades complejas que requieren capacidades escasas, como empatía y sensibilidad, atención al detalle, apertura de oído –de mente–, amplitud de criterio y, cuando los estándares son altos, entendimiento de la operación completa del restaurante. Un 10% opcional no suena a una retribución coherente.
“El caso contra las propinas” se ha planteado de manera muy rigurosa en la prensa internacional, incluso en un artículo titulado así, literalmente, publicado hace un tiempo en Eater. En este texto se mostraba la data recogida y categorizada por el medio a través de encuestas que señalaban que las propinas de los meseros blancos eran mayores a las de los meseros no blancos; que se incrementaba la brecha salarial de acuerdo al género; que alentaba prácticas sexistas de clientes, y que propiciaba la explotación laboral al condicionar parte del sueldo a las propinas, algo que en el Perú parece normalizado, y sobre lo que abundan las quejas.
No es raro escuchar que el servicio eleve la experiencia gastronómica de una cocina mediocre.
Se ha probado el experimento de eliminarlas en Estados Unidos y Francia. En el primer caso, muchos restaurantes norteamericanos de ‘fine dining’ lo intentaron sin existir regulación que los obligara a esto, entre ellos el grupo del célebre Danny Meyer. La fórmula fue subir los sueldos de su equipo de trabajo prohibiendo las propinas, y cargando los incrementos a los precios de la carta, pero la mayoría de negocios fue volviendo paulatinamente a las propinas e incluso, en julio del año pasado, el propio Meyer anunció que darían marcha atrás, ante un claro rechazo de los clientes a pagar precios más altos que los de sus competidores.
En Francia, desde 1995, la ley obliga a los restaurantes a agregar en la cuenta un cargo por servicio, con la idea de hacer a los meseros menos dependientes de las propinas. La práctica se ha ido extendiendo progresivamente a distintos países de Europa, pero la costumbre de darlas persiste, especialmente en los establecimientos de mayor ticket. Se observa, sin embargo, un cambio en la conducta: según reporta la BBC, el 15% de los clientes franceses dijo en 2014 que “nunca darían propina”, una porción que duplica a la del año anterior. La mayoría, comensales jóvenes.
¿Está el Perú listo para afrontar el problema de la propina? Como estas cosas no suelen ser prioritarias para los empleadores, menos en tiempos críticos como estos, soy poco optimista en este campo. Tal vez lo más razonable sea asumir que la mayoría de meseros en estos tiempos cuentan con la propina para vivir, y, como siempre en caso de duda entre la justeza y la generosidad, convenga decidir por la segunda, más aun considerando que lo verdaderamente opcional es salir a la calle a comer. Tim Ferris me dijo una vez que si no iba a poder dejar el porcentaje de propina en un establecimiento debido a que las cuentas eran más elevadas de lo previsto, prefería ir a otro restaurante, pues, finalmente, el servicio no es algo opcional, sino algo que uno recibe siempre. Es decir, no iba a lugares cuya propina no podía asumir. ¿Estaremos los limeños preparados para asumir esa máxima?
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