La semana pasada vimos cómo entre 7 mil y 8 mil mineros de regiones como Ica, Cusco, Arequipa, Apurímac y Ayacucho bloquearon carreteras y participaron en enfrentamientos (con heridos de por medio) para exigir la derogación de una norma que establecía el procedimiento de formalización de la minería informal. El gobierno, finalmente, llegó a un acuerdo con ellos y, con motivo de este, publicó un decreto supremo que flexibiliza los requisitos que deben cumplir estas personas para ser formales. Según el ministro del Ambiente, esto sería un éxito, pues habría “30 mil mineros informales camino a la formalización”.
El problema de la minería que opera fuera de la ley, nadie puede negarlo, es enorme y difícilmente cualquier gobierno podrá eliminarlo de un solo zarpazo. Pero es importante tener en cuenta que tampoco se podrá avanzar si, al margen de los acuerdos a los que se pueda llegar con los mineros y de las normas que se emitan, el gobierno comete tres errores recurrentes.
El primero de ellos es que sus declaraciones y leyes en favor de una minería ambientalmente responsable a menudo no suelen verse respaldadas por la fuerza pública. De nada sirve proclamar que la minería ilegal está prohibida en teoría si el gobierno no pone a los policías necesarios para que esté prohibida en la práctica.
Por ejemplo, como ya hemos informado antes, según la Asociación para la Investigación y el Desarrollo Integral, se estima que en el 2012 la minería ilegal destruyó 1.973 nuevas hectáreas de la zona de amortiguamiento de la reserva de Tambopata, 48% más que el año anterior. Y este año ya serían 872 las hectáreas devastadas. Esto, principalmente, sería consecuencia de que el gobierno no asigna los recursos necesarios para combatir a esta lacra. De los 500 policías que llegaron a esa zona el año pasado para luchar contra esa actividad, hoy solo quedan 80. Un número claramente insuficiente si se tiene en cuenta que existen diversos campamentos mineros ilegales que desalojar y que en el más grande de los asentados en la zona de amortiguamiento trabajan 5.000 personas. Esta situación resulta aun más complicada si consideramos que, desde hace dos años, la fiscalía ambiental que opera en Puerto Maldonado cuenta solo con un fiscal especializado y un adjunto, a pesar de que la carga procesal de la misma supera los 2.500 casos.
El segundo error recurrente del gobierno es su tendencia a tolerar manifestaciones violentas y bloqueos de carreteras por parte de quienes reclaman algún tipo de beneficio. ¿Cómo sería el país si cada vez que un ciudadano quiere presentar un reclamo que a él le parece justo toma para ello una carretera y afecta la libertad de tránsito y la seguridad del resto de peruanos? En lo que va de su administración, el gobierno viene enviando la señal de que la forma más efectiva de hacerse escuchar es amenazar los derechos de terceros. Y eso no solo significa una escasa capacidad de proteger a la población y al Estado de derecho, sino también que los ilegales saben que tienen una buena chance de que, usando ese mecanismo, el Estado se haga de la vista gorda con ellos.
Finalmente, el tercer error del gobierno es no percatarse (o hacerlo tardíamente) de que, en algunos casos, muchas de sus mismas disposiciones conducen a los mineros a la informalidad. El señor Jiménez reconoció que “existió deficiencia e irresponsabilidad” en emitir el decreto cuya suspensión pedían los manifestantes, razón por la cual se habrían flexibilizado los requisitos de la formalización. Asimismo, las barreras burocráticas que enfrentan los mineros artesanales para poder ser formales desincentivan a muchos de ellos de operar en una situación en que se pueda fiscalizar que cumplen la normativa ambiental.
El combate a la minería ilegal es algo que debe unir a todos los peruanos que creemos en un país desarrollado y respetuoso del medio ambiente y de la vida de los ciudadanos. Pero, para tener éxito en esa lucha, es importante que el gobierno aborde absolutamente todos sus flancos.