Si el Estado quiere hacer algo para contribuir a elevar el nivel de la educación superior en el Perú, el camino no es el que él parece pensar: intervenirla para cambiarla desde la burocracia. El camino es el contrario: empoderar al consumidor para que este tenga mejor información sobre lo que le ofrece cada universidad e instituto superior (en términos académicos y de posterior posicionamiento laboral) y para que, por lo tanto, al escoger entre ellos con información más real, pueda hacer correspondientemente más intensa la competencia por atraerlo.
En este sentido, hay dos cosas muy concretas que el Estado puede hacer. La primera, divulgar información acerca de los resultados de las universidades e institutos superiores para ayudar a corregir las asimetrías informativas que a la fecha existen en muchos aspectos del mercado de la educación superior. Y la segunda, dar la libertad que hoy les niega a los institutos superiores para realizar una serie de cambios que les permitan pulirse y adaptarse mejor a las necesidades de la demanda.
Respecto de lo primero, el decano de la Facultad de Economía de la Universidad del Pacífico, Gustavo Yamada, ha señalado una paradoja: en el Perú el 46% de los egresados de las universidades está subempleado, es decir, trabajan en oficios de menor calificación, al mismo tiempo que el 50% de las empresas grandes del país declara tener dificultades para contratar mano de obra calificada. Esto significa que las universidades producen profesionales que las empresas no contratan, y que las empresas necesitan profesionales o técnicos que las universidades o institutos tecnológicos no producen, sea porque están preparando profesionales o técnicos en ramas que no tienen demanda, sea porque la calidad de la educación que se imparte en esas instituciones es muy deficiente y sus egresados carecen de las calificaciones necesarias.
El asunto se está convirtiendo en un cuello de botella serio para nuestro crecimiento, que está demandando cada vez más trabajadores y profesionales especializados. Según las encuestas de Enaho, por ejemplo, entre los años 2004 y 2012 la demanda por trabajadores calificados con educación superior se incrementó en 40%, mientras la demanda por trabajadores sin educación superior solo aumentó 13%.
Es clara, pues, la necesidad de mejorar perentoriamente la calidad de nuestra educación superior –universitaria y técnica– y de reorientar su oferta de carreras a la demanda del mercado. El propio Yamada ha sugerido un método práctico para avanzar hacia estos objetivos: informar a los jóvenes y a sus padres acerca de qué porcentaje de los egresados de cada facultad de cada universidad e instituto tecnológico está trabajando en aquello para lo que estudió. Como bien ha dicho el decano, se trata de información que se puede recabar muy fácilmente por medio de los sistemas de información estatal: una pregunta en la declaración de renta a la Sunat, en la planilla electrónica que envían las empresas al Ministerio de Trabajo y en una megaencuesta de hogares.
Naturalmente, con esta información a disposición de los padres y estudiantes los centros superiores interesados en sobrevivir –al menos los que deben hacer negocio para lograrlo– tendrían que tener mucho cuidado en ver que aquello que ofrecen a sus alumnos se traduzca efectivamente en valor para la futura vida laboral de estos.
Luego está el tema de la falta de libertad de los institutos superiores para tomar decisiones que les permitan mejorar la calidad y adaptarse más rápidamente a la demanda. Este problema exige modificar la Ley de Institutos y Escuelas de Educación Superior a fin de eliminar el controlismo del que son objeto por parte del Ministerio de Educación. En la actualidad cualquier decisión relativa a la creación de programas o carreras y hasta a cambios en la malla curricular debe ser aprobada por el ministerio. El resultado es que la aprobación de una nueva carrera puede demorar dos años, por citar un ejemplo. O que los institutos no pueden, por nombrar otro, tener varias sedes en el interior del país, algo absurdo.
También habría que acabar, desde luego, con las trabas irracionales que el Ministerio de Trabajo pone a estos institutos al hacerles casi imposible firmar convenios con las empresas para que los estudiantes puedan practicar en ellas mientras estudian (formación dual), lo que posibilitaría a los institutos ofrecer una serie de nuevas carreras técnicas (aprovechando las máquinas y talleres de las empresas para disponer de una infraestructura cara que a muchos institutos les puede resultar, de lo contrario, una barrera de entrada demasiado alta).
En suma, la mejora requerida cada vez más urgentemente por nuestra educación superior pasa por liberar. Por liberar a los padres de familia y alumnos de la desinformación sobre el mercado de universidades e institutos superiores que hoy los hace escoger a oscuras entre ellos. Y por liberar a los institutos superiores de las controlistas regulaciones que les impiden adaptarse a las necesidades de un mercado al que, para llegar a tener éxito en el largo plazo, tienen que poder satisfacer.