Hace diez años los psicólogos Eric Johnson y Daniel Goldstein publicaron un estudio en el cual mostraron que, en el tema de la donación de órganos, mucho más que la generosidad, el egoísmo o los miedos, pesa la inercia. Así, pusieron en evidencia que el número de donantes era sólida minoría en los países en donde para donar uno debía expresar esta voluntad marcando un recuadro y era en cambio gran mayoría en los países en donde se suponía que uno quería donar sus órganos si es que no expresaba nada. Es decir, revelaron que las personas, más que en contra de donar órganos, estaban a favor de aceptar la opción “por defecto” que les planteaban los formularios.
Acaso recogiendo este tipo de datos, el congresista Carlos Bruce ha presentado un proyecto de ley que haría que los peruanos que no decidan expresar en su DNI su oposición a ser donantes sean considerados como tales una vez fallecidos.
Dado que es esperable que el proyecto haga que muchas personas que no tienen problemas con donar sus órganos –pero que sí tienen apatía a la hora de llenar formularios– lo hagan, dejando al mismo tiempo a salvo el derecho de rehusarse de quienes así lo deseen, este Diario está a favor de la iniciativa. Especialmente considerando el enorme déficit de donaciones que tenemos en el país: de los 20 millones de peruanos inscritos en el Reniec, solo cerca del 13% expresa su voluntad de donar órganos, con lo que el 90% de nuestras necesidades de trasplantes quedan sin cubrirse. Y esto a pesar de que una sola persona puede llegar a salvar 15 vidas con sus órganos.
Desde luego, esta iniciativa debiera complementarse con una campaña que ayude a difuminar los mitos que disuaden a muchas personas de donar órganos. Pero no por ello deja de ser un gran comienzo que hay que celebrar: si vamos a dejar de salvar vidas, que al menos no sea por inercia.
PARCHES Y ALGODONES El principal problema de nuestro algodón es de productividad
El Indecopi ha negado las medidas compensatorias a la importación de algodón norteamericano solicitadas por los productores nacionales ante el crecimiento en los últimos años de la participación de aquel en el mercado nacional. La investigación del Indecopi reveló que este incremento se debía sobre todo a la caída del dólar y a la reducción del arancel, y no a los subsidios estadounidenses (que, de hecho, cayeron significativamente en los aludidos años).
Para nosotros, que creemos que es bueno todo lo que permite a los consumidores obtener más por menos, la noticia es positiva. Lo que no implica que no nos preocupen los problemas de un sector para el que nuestros valles costeños demostraron por décadas ser ideales. Sucede simplemente que no creemos que estos problemas se deban a la falta de protección estatal. El verdadero problema de la competitividad de nuestro algodón es más profundo y hunde su raíz en la reforma agraria (RA).
En efecto, luego de la RA las haciendas algodoneras modernas que sí había en la costa se parcelaron en pequeñas unidades de muy baja productividad y escaso capital. Como consecuencia, no solo se redujeron las hectáreas de algodón que sembrábamos (actualmente sembramos un cuarto de lo que en la década de 1960), sino que cayeron la investigación y el desarrollo genético que hasta entonces eran llevados a cabo por las asociaciones de agricultores. Y esto hizo que la planta fuese degenerando. Hoy la productividad de nuestro algodón es una de las más bajas del mundo, haciéndole difícil competir.
Desde luego, este no es un problema insoluble, y de hecho hay ya una empresa emblemática que ha avanzado en resolverlo desarrollando una nueva variedad de algodón. Pero sí es un problema que, como cualquiera, requiere para ser afrontado ser primero reconocido –en lugar de simplemente parchado por subsidios o protecciones del Estado–.