La reciente visita del ex presidente Lula dio lugar a algunas opiniones sobre los roles del crecimiento y la redistribución de la riqueza como método para combatir la pobreza. De hecho, el ex presidente Lula se ufanó de los logros tenidos por sus programas sociales y pareció tratar con cierto desdén la postura más a favor de poner el acento en el crecimiento que, según él mismo relató, Alan García le habría mostrado en una conversación que tuvieron.
Naturalmente, tanto el crecimiento como los programas sociales son importantes en el esfuerzo por reducir la pobreza: el crecimiento no lleva de golpe sus oportunidades a todo el mundo.
Sin embargo, si fuese a haber un debate entre cuál de los dos ingredientes tiene efectos más grandes y duraderos en la reducción de la pobreza, los argumentos a favor del crecimiento parecen ser contundentes. Lo son, al menos, si comparamos las experiencias del Perú y Brasil en los últimos años. Y es que, si bien es verdad que la disminución de la pobreza brasileña no se ha debido únicamente a los programas sociales (desde el gobierno del presidente Cardoso Brasil realizó reformas de mercado que hicieron posible que se generase una riqueza para distribuir); también lo es que Brasil despliega un gasto asistencialista considerablemente mayor al peruano: 4% del PBI versus 0,5%, respectivamente. Y, sin embargo, el Perú viene reduciendo la pobreza a una velocidad mucho mayor que Brasil.
En efecto, el señor Lula se enorgullece –y con razón– de que en los últimos diez años su país logró sacar al 8% de su población de la pobreza extrema. Pero sucede que en el mismo período el Perú sacó al 27% de su población de dicha situación. Es decir: redujo la pobreza extrema en una proporción tres veces mayor que la brasileña. Y esto, al tiempo que, repetimos, gastaba un octavo que Brasil (en términos de porcentaje de su PBI) en programas sociales.
Por otra parte, en el mismo período, según el ex presidente brasileño, se crearon en Brasil empleos formales para el 19% de su PEA. Pues bien, en el Perú la generación de empleos formales en esa década alcanzó al 30% de la PEA.
También dijo el señor Lula que en los últimos diez años el 10% más pobre de los brasileños mejoró sus ingresos en 68%. Y es cierto. Tanto como que el 10% más pobre de los peruanos hizo lo propio en 108% (resulta muy ilustrativo, a efecto de estas comparaciones, ver un cuadro que ha preparado Lampadia.com).
Todos estos mejores resultados los ha logrado el Perú a base de crecimiento. Porque, si por un lado gastaba tanto menos que Brasil en asistencialismo, por el otro crecía mucho más que el país vecino: entre el 2001 y el 2010 el Perú creció 50%, mientras que Brasil solo 26,2%.
Con todo, sin embargo, donde mayor ventaja saca el modelo peruano al brasileño, no es en la cantidad, sino en la calidad de los resultados obtenidos. Quien sale de la pobreza gracias al cheque que recibe mensualmente del Estado no sale de la precariedad del que depende de otro. Y de un “otro” que suele tener interés en fomentar esta dependencia para poder ser, al mismo tiempo que el benefactor de los pobres, el dueño de sus votos. Después de todo, si los programas sociales tienen tantas filtraciones (en Brasil el dinero destinado a ellos solo llega a tres de cada cuatro de sus supuestos beneficiarios) no es solo por las dificultades que tiene la burocracia con la eficiencia. Es también porque gran parte de los recursos son desviados en el camino para pagar –o comprar– favores y lealtades políticas.
Considerando esto, la reducción de la pobreza que ha tenido el Perú no es solo más grande proporcionalmente que la de Brasil, sino también más real. Como acá la mayor parte de la reducción de la pobreza la han producido las oportunidades que genera el crecimiento (sin ir más lejos, tres de cada cuatro hogares peruanos tienen hoy su propia empresa, según nos lo acaba de recordar Richard Webb), la gran mayoría de las personas que han salido de esa condición lo han hecho gracias a un valor que ellas mismas han podido aportar en el mercado. Son, por lo tanto, mucho más dueñas de su nueva situación. Lo que, desde luego, tiene la ventaja adicional de proveerlas con un legítimo orgullo personal por haber surgido hasta ahí, además de una fundada sensación de creciente empoderamiento frente a un futuro que, en gran parte gracias a ellas mismas, promete cada vez más.