En los últimos días hemos leído variados recuentos de los acontecimientos del 2019 en nuestro país. Pero también podríamos ensayar un balance de la década que se cierra, o mejor de las dos décadas, porque el ciclo 2010-2019 es en realidad parte de uno más largo, iniciado en el 2001, que a su vez terminó el iniciado en 1990 con la llegada al poder de Alberto Fujimori. Podría decirse que aquello que se inició en el 2001, bajo la promesa de una institucionalización democrática plena después de una década autoritaria, terminó (frustrada) en cierto modo con la disolución del Congreso del 30 de setiembre del 2019.
¿Qué características tuvo el período 2001-2019? Se trató de un período marcado por un importante crecimiento económico, reducción de la pobreza y el crecimiento de una nueva clase media, aunque informal y precaria, que en parte se explica por un muy buen contexto global, pero también por la continuidad de las políticas económicas orientadas al mercado gestadas en la década anterior.
Este período está también signado por la extrema precariedad de los actores del sistema político y de las instituciones democráticas; la paradoja es que la debilidad y la vacuidad de los partidos permitió la continuidad de una élite tecnocrática en áreas claves del Estado, que explican tanto el ‘éxito’ de esos años (básicamente estabilidad y crecimiento), como también sus limitaciones: carencia de alianzas sociales y políticas que permitieran reformas más ambiciosas, una autonomía sin suficiente transparencia y control, así como cierta lejanía por temas sociales, políticos y distributivos fuertes en la región.
Estas características permitieron que el Perú navegara sin mayores variaciones por el ‘giro a la izquierda’ que recorrió la región, a pesar de que los electores optaron por alternativas de ‘izquierda’ encarnadas en Alan García en el 2006 y Ollanta Humala en el 2011, quienes finalmente mantuvieron, en general, la ortodoxia económica. Otra forma de decirlo, más en términos políticos, es que se trató de un período en el que el gran tema fue cómo enfrentar el legado dejado por el fujimorismo de la década de los noventa: expresado no solo en cómo lidiar con las continuidades y cambios necesarios, también en cómo lidiar con su herencia política directa, expresada en el liderazgo de Keiko Fujimori.
En algunos sentidos, ese orden ciertamente ha llegado a su fin: con la desaceleración económica, los escándalos de corrupción que involucran a políticos, funcionarios y empresarios, el fracaso del gobierno de Kuczynski (el tecnócrata-político neoliberal por excelencia) y el fracaso de Fuerza Popular como proyecto, cuando menos la legitimidad de ese orden y de sus protagonistas principales está en serio cuestionamiento. Sin embargo, sería prematuro declararlo difunto: podría darse que los elementos centrales vigentes hasta ahora se mantengan, con solo un cambio de intérpretes. La tarea de este año sería sentar las bases de los cambios necesarios y evitar la larga agonía de un esquema agotado.