En pocos días se sabrá cuál de las minoritarias opciones que llegaron a la segunda vuelta termina por tomar el gobierno. Cuando el Perú conmemore su bicentenario, el 28 de julio, empezará su tercera centuria con el afán de empezar de cero o con la actualización de algún proyecto trunco o parchado.
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Los días de cierre han traído poca novedad. La exacerbación de los temores o las expectativas de los últimos días quizás terminen jugando un peso fundamental en el desenlace, que se anuncia ajustado. Cuando el conteo haya terminado, una proporción importante del electorado quedará sumida en la desolación y la impaciencia, cuando no en la angustia y la desesperanza.
Uno de los últimos actos de la campaña fue el debate presidencial de Arequipa, la noche del domingo 30 de mayo, cuyo impacto no se conocerá por la (absurda) legislación electoral que prohíbe la difusión de encuestas. Además del insensato enredo originado por el formato que eligieron los organizadores —con la anuencia de los participantes—, queda en la retina la imagen del limitadísimo candidato, lejos aún de la versión más rústica de Ollanta Humala (la del 2006); y de la diestra, aunque distante contendora, que se pone la camiseta, pero parece poco dispuesta a sudarla.
La campaña ha tomado diversos ribetes, que muestran claramente los profundos cambios sociales de las últimas décadas. Las distancias que separan —por un lado— a Lima de las regiones y —por el otro— a los distintos niveles socioeconómicos, evidencian la necesidad de acortar las brechas, reales y percibidas.
En medio de la evidente polarización, se ha querido encuadrar el temor a Castillo como un miedo al desborde. Pero esta percepción puede resultar algo tardía: el desborde se dio hace varios lustros, con la consecuente movilización en política y gobierno. ¿Qué cosa son, si no, los liderazgos políticos que el país ha visto consolidarse en los últimos lustros, al frente de gobiernos o proyectos partidarios? ¿No es acaso el perfil de los actuales ocupantes de la PCM, el MEF o la Mesa Directiva del Congreso de la República, por mencionar tres instancias claves de poder, muy distinto al de sus predecesores de la transición 2000-2001?
La economía, que ha perdido su inmunidad en el último año, aparece como la principal vulnerabilidad frente a la transición política. Víctima de un Estado paquidérmico, el modelo tal como se le conoce parece tener las horas contadas, sin que el consenso técnico sobre la necesaria estabilidad macroeconómica sirva de algo.
En medio del desolador saldo que brinda la pandemia —con la mayor pérdida de vidas humanas de su historia—, el Perú llega al final de un camino. El domingo 6 se definirá si el siguiente tramo se toma con la incómoda (aunque menos incierta) apuesta del malo conocido, con los pasivos que se le conoce; o la precaria opción de una improvisación disfrazada de esperanza, que no termina de despejar las sombras de un futuro autoritario. La única certeza: la urgencia de canalizar las demandas y gestionar las presiones.
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