Tan lejos como en 1852, cuatro años después de escribir el “Manifiesto comunista” con Frederic Engels, Carlos Marx se quejó en una carta a su amigo ‘Weywy’ (Joseph Weydemeyer) de que le achacaban a él la invención de las clases sociales y su eterno lío. Marx le cita a Weywy, declaraciones de Benjamin Disraeli, entonces ministro de Hacienda británico, y un editorial del “London Times”, que repudian la manía de alguna gente de dividir la sociedad en clases enfrentadas. Algo así, como cuando Keiko Fujimori, 170 años después, repite, “no promovemos la lucha de clases”. Volviendo a 1852, Marx, molesto, suelta este párrafo que se ha convertido en uno de sus clásicos:
“No me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses, la anatomía económica de estas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1. Que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción. 2. Que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado. 3. Que esta misma dictadura no es por sí más que el tránsito hacia a la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases”.
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O sea, la lucha de clases no se ‘promueve’. A lo más se ‘descubre’, porque ya está aquí. Lo que inventó Marx desde el manifiesto de 1848 (“la historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de la lucha de clases” dice en uno de sus primeros párrafos) y desarrolló hasta el monumental “El capital” (el primer tomo se publicó en 1867), fue una teoría de la lucha de clases con remate de utopía autoritaria e igualitaria (o distopía si se la ve desde el mercado).
Según Marx, la historia es la continuidad de diversos modos de producción en los que las clases se dividen de acuerdo a la propiedad de los medios de producción (capital y fuerza de trabajo): amos versus esclavos en el esclavismo, señores feudales versus siervos en el feudalismo, burgueses versus proletarios en el capitalismo. En el comunismo, el proletariado tomaría el poder y aboliría las clases. Fin de la historia de explotación.
He sido tan esquemático como Martha Harnecker, la periodista chilena, ya difunta, que publicó manuales para entender y aplicar el marxismo y el ‘materialismo dialéctico’ (su definición filosófica). Por esa razón, es autora mediata de varias conversiones que terminaron en penosas aventuras en toda la región. Ya entrado el milenio se mudó a Caracas para ser consejera de Hugo Chávez. Digno final para ella.
Tajando el lapicito
No llegué solo a la carta a Weywy. Lo hice guiado por Guillermo Rochabrún, gran estudioso de la obra de Marx y responsable, a diferencia de Harnecker, de que varias promociones de sus alumnos de sociología hayamos leído a Marx con seriedad, pinzas y humor.
Rochabrún empieza por aclararme que Marx tiene “montañas de borradores, cada idea le costó muchísimo, en un continuo retrabajo y reelaboración. En el ‘manifiesto’ está la idea de una sola historia universal, que viene de Hegel y el cristianismo, con un núcleo dominante en cada momento. Pero también ha escrito sobre otras historias que se entrecruzan”.
Sobre el equívoco de la lucha de clases promovida, me repite algo que escribió en los 80 cuando otros políticos de derecha repetían lo mismo que Keiko: “[Se] malinterpreta la lucha de clases, como si fuera un método utilizado o abandonado a voluntad por las dirigencias sindicales. A lo que unos y otros pueden renunciar es a la confrontación como principio de acción, pero no está en sus manos disolver la desigualdad originaria”.
Ajá, no se promueve la lucha de clases pero sí se puede promover la confrontación. Le digo a Rochabrún que ello es similar a la idea de la ‘agudización de contradicciones’ que se le oye a muchos partidos y movimientos de izquierda. Me replica que ello no está tan desarrollado en la teoría marxista como en la prédica de los agitadores. Y remata con estilo: “Para agudizar, tiene que haber algo que tenga punta. Y hay que afilarlo. No es inventar nada, sino extremar un movimiento que es parte del sistema”.
Guillermo me recuerda que en la Comuna de París, el único movimiento revolucionario importante que aplicó ideas marxistas estando este en vida, entre marzo y mayo de 1871 (estamos celebrando precisamente sus 150 años), ya existía esta idea de agudizar el conflicto para triunfar.
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Dentro y fuera de la teoría marxista, la práctica de atizar el fuego para apresurar el desenlace esperado; sí es un método que se usa y abandona a entera voluntad y cálculo de sus actores. La lucha de clases es algo, digamos, más serio y estructural, como lo ha entendido Hernando de Soto, que de marxista no tiene nada, en el primero de sus dos comunicados del día 28 tras reunirse con Castillo: “Esta no es una elección entre dos candidatos sino una lucha de clases disimulada en un proceso electoral”.
¿Comunistas?, mmmhh
Si vamos a la fuente marxista, comunismo es el gobierno dictatorial del proletariado que ha abolido la lucha de clases al estatizar el capital. Es decir, la gran empresa privada desaparece y el estado maneja la economía en su casi integridad. Así fue en la Unión Soviética y la China roja de sus primeros tiempos (hoy hay mayor participación de la inversión privada). La Cuba contemporánea está más apegada al comunismo clásico, a su austeridad y a sus rigores, que esos dos gigantes.
Desde que en muchos países los partidos de izquierda postularon al poder por la vía electoral y ganaron curules y gobiernos locales, el membrete comunista fue quedando obsoleto. Ya antes de eso, muchos izquierdistas se llamaban socialistas, postulando planes menos radicales o más graduales. Hoy no hay en el Perú, ningún partido en la justa electoral que lleve el nombre de comunista.
Perú Libre, en su programa inscrito ante el JNE antes de la pandemia y de sellar su alianza con Castillo, se describe, “democrático, descentralista, internacionalista, inclusivo, soberano, humanista y antiimperialista”. En otro pasaje se asume “marxista, leninista y mariateguista”. No reivindica el término ‘comunista’ a pesar de las menciones a Marx y Lenin (Mariátegui fundó en 1928 el Partido Socialista Peruano, que dos años después, tras su muerte, se rebautizó Partido Comunista Peruano).
Castillo ha dicho ya varias veces (la última vez fue el miércoles en Piura), expresamente, que no es comunista. No sabemos qué entiende exactamente por comunismo, pero tanto él como Vladimir Cerrón en los videos en los que resume y actualiza su plan de gobierno, aseguran que no tienen la intención de estatizar o expropiar empresas privadas, al menos las nacionales. La tentación comunista, desde su pragmatismo electoral, es negada con la promesa de no estatizar.
Le pregunté a Levy del Águila, científico social cuya tesis de doctorado versa sobre el marxismo, como clasifica al puntero en las encuestas y me dijo: “Cerrón se llama marxista y puede estar más cerca del marxismo; Castillo, por lo que le he oído, no reivindica el programa de Perú Libre, y veo más un nacionalismo de izquierda. Por eso, cuando habla de estatizar, ello está en función de su rechazo a ciertas empresas transnacionales”.
Le comento a Levy que, a diferencia de Cerrón y otros izquierdistas, a Castillo no se le conoce una formación ideológica ligada a un partido en concreto. Me dice: “No veo, pues, un encuadre ortodoxo del marxismo; sino una ruta que lo vincula a Velasco, en una vertiente de reivindicación del agro, de las regiones frente al centro y con un componente étnico que no hay que entenderlo solamente como color de piel”. Sumémosle el componente religioso y pro vida que le da a Castillo, a diferencia de otras izquierdas, un sello conservador en materia de derechos.
Mariátegui decía que el socialismo en América no debe ser “calco y copia, debe ser creación heroica” (“Aniversario y balance”, 1928). Con la originalidad también se pueden cometer barbaridades, llegando hasta el terrorismo. Original fue plantear que la sociedad prehispánica era comunista y nuestro destino era volver a ello, que es una de las versiones de la ‘utopía andina’, como la llamó el historiador Alberto Flores Galindo. Esa utopía, moderada, está de alguna manera recogida en el lema del ‘buen vivir’ (‘sumak kawsay’ en quechua) que anima el plan antiextractivista de Verónika Mendoza y suele ser esgrimido por Evo Morales. Y también está recogido en varios marxismos con acepto étnico y en nacionalismos de izquierda.
Al menos, valga la afirmación de Mariátegui sobre la ‘creación heroica’, para hacer notar que la complejidad del país demanda que la aplicación de cualquier teoría, de derecha o izquierda, no sea esquemática ni panfletaria.
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