"Llega la hora del cambio, sí. Pero eso implica mucha responsabilidad y el concurso de los mejores, vengan de donde vengan", escribe George Forsyth.
"Llega la hora del cambio, sí. Pero eso implica mucha responsabilidad y el concurso de los mejores, vengan de donde vengan", escribe George Forsyth.
George Forsyth

No está en mi naturaleza atacar a mis adversarios ni responder insultos o infundios. Y jamás me he referido a ningún candidato, ni a nadie, en términos peyorativos porque sería prestarme a un torneo de ataques en el cual el único que pierde es el Perú.

Una campaña electoral debería ser un espacio para el debate de propuestas en un ambiente de moderación y respeto mutuo. Y algunos no queremos, ciertamente, ser parte del circo romano en que se ha convertido la política peruana en el peor momento posible.

El Perú atraviesa las horas más difíciles de su historia y duele mucho que esto se dé justo en el año del bicentenario de nuestra independencia. Pero en mis recorridos por el país puedo percibir que el pueblo no quiere confrontaciones estériles y que, a pesar de tanto dolor, sigue apostando tercamente por su superación en medio del desgarro. Pero su paciencia tampoco es eterna.

Por eso saludo la iniciativa de El Comercio de permitirnos a los candidatos presidenciales transmitir algunas ideas sobre los desafíos que confronta el Perú y que son parte del compromiso asumido por Victoria Nacional.

Y empiezo refiriéndome a la desigualdad como nuestro más grave drama colectivo y a la urgencia que tenemos, si queremos un futuro como país y como pueblo, de reducir las brechas que nos separan de un modo insoportable. Y eso se proyecta a todos los ámbitos de la vida nacional. La educación, la salud, la seguridad ciudadana y el acceso a las necesidades básicas parecen tener un precio concreto en el mercado con un tipo de cambio muy peligroso para el Perú. Y a esto se suma nuestra condición de país multicultural incapaz de asumir este hecho como el enorme valor diferencial que representa.

Pero siendo la política, como dicen, el arte de lo posible, parece que tendremos que hacer lo imposible para salir del entredicho en el cual se encuentra el futuro del Perú. Y es que en nuestro país conviven muchas realidades disímiles, y eso plantea el peligro de una grave conflictividad social porque la gobernabilidad tiene un límite al cual nosotros nos estamos acercando peligrosamente.

Se ha dicho que la pandemia le ha echado más leña al fuego y ha desnudado nuestras falencias y desprestigiado el modelo económico vigente por su poca capacidad para resistir la adversidad. No podemos negar que la disciplina fiscal es clave para el progreso, pero la economía tiene que estar, finalmente, al servicio del pueblo y el llamado chorreo ha sido demasiado lento.

Ante el drama que confronta la humanidad por el terrible virus que nos tiene sitiados, hemos sido lentos y otros nos llevan la delantera. Pero ya pasó el momento de las duras críticas y ahora debemos poner el hombro para que todos los peruanos podamos vacunarnos más temprano que tarde. Ojalá esta desgracia nos deje un mensaje ético y la llamada nueva normalidad nos ayude a ser más solidarios.

Urge entonces poner al Estado al servicio de los ciudadanos, especialmente de los más necesitados, y reemplazar la cultura del “no se puede” por una lógica de facilitar la toma de decisiones. El Perú necesita un Estado que actúe en función de los intereses populares y no al revés.

Por eso hablamos de la “mismocracia”, a través de la cual las mismas personas o grupos de poder son los actores privilegiados que no solo impiden la renovación de la política, sino que además han sido los protagonistas del fracaso colectivo de las últimas décadas. En ese contexto, hemos planteado que la lucha contra la corrupción debe tener un correlato constitucional y no nos desviaremos de ese objetivo inmediato.

Llega la hora del cambio, sí. Pero eso implica mucha responsabilidad y el concurso de los mejores, vengan de donde vengan. Somos conscientes, además, de que el Perú no está para experimentos y que debemos acometer la inmensa tarea que tenemos por delante con firmeza, pero sin sobresaltos en la convicción de que vendrán días mejores.

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