Sin mayores preámbulos, presentamos cinco factores de riesgo que constituyen un coctel peligroso para la salud de la democracia.
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La crisis. Unas semanas atrás, un informe del IPE y El Comercio hizo un recuento de las ocho crisis económicas más profundas de nuestra historia republicana. Con las más graves también vino un prolongado período de inestabilidad política. Por la magnitud de la actual, es probable que también tengamos ondas sísmicas que afecten la política por varios años. Por ejemplo, desde diciembre de 1879, cuando Prado viajó a Europa en medio de la Guerra del Pacífico, hasta 1886, se suceden siete personajes a la cabeza de la república. Tras el fin del Oncenio de Leguía, precipitado por la crisis del 29, siguen una guerra con Colombia, el magnicidio de Sánchez Cerro y la dictadura de Benavides. De la crisis de los 80 surgen el autogolpe del 92 y un régimen de talante autoritario, en cierta medida legitimado por apoyo popular. Lo que nos lleva al segundo punto.
El termómetro de la calle. Mientras que en el 2010 la democracia como régimen político era apoyada por el 61% de la población, para el 2018 ese número había descendido hasta 42,8%, según el Latinobarómetro, y no sería sorprendente que hoy sea aún más bajo. La confianza en las instituciones democráticas, como el Congreso, los partidos políticos y las elecciones, está en franco declive, mientras que la del presidente, la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas se incrementa levemente. Tendencias peligrosas pero ciertamente no inexplicables.
Un sistema con las defensas bajas. La crisis actual coge al sistema político deslegitimado. La democracia presente ha sobrevivido a numerosos sobresaltos en los últimos años, incluyendo la renuncia de un presidente y el cierre de un Congreso, por no mencionar la corrupción que ha ido socavando, como termitas, los cimientos de un endeble edificio. Lejos de fortalecerse con el tiempo, los partidos y la clase política son una ficción, y a apenas unos meses de las elecciones tenemos partidos sin candidatos y candidatos sin partidos, como bien reveló una nota de Martín Hidalgo el sábado pasado. En un escenario así, ancha es Castilla para los advenedizos.
La democracia sufre en el mundo. Según Freedom House, el 2019 marcó el decimocuarto año consecutivo de caída en indicadores democráticos en el mundo. En muchos países la democracia está muriendo lentamente, desde dentro, con líderes que avasallan instituciones y debilitan protecciones y derechos. Y el efecto contagio es real: hace no mucho, la probabilidad de que un país tomado al azar sea democrático era del 75% si más de la mitad de sus vecinos eran democracias, pero solo de 15% si más de la mitad de sus vecinos no lo eran (Samuels, 2013).
Las élites. En América Latina, Gustavo Flores-Macías nota con preocupación en un artículo reciente en el “New York Times” la presencia de numerosos militares en el Gabinete de Bolsonaro, su protagonismo en la caída de Evo Morales en Bolivia y su participación frente a la oleada de protestas en Chile y Ecuador. Hace diez años, Eduardo Dargent afirmaba en “Demócratas precarios” que el demócrata verdadero tiene que ser capaz de sostener la democracia en momentos en que sería más conveniente para él pasarla por alto. ¿Estarán dispuestas a aceptar una derrota electoral? ¿Tolerarán la prolongación, por cinco años más, de un gobierno dividido e inestable, con un presidente sin mayoría en el Congreso, o de uno que recurra a medidas extraordinarias que concentren el poder? Estará en las élites subordinar sus intereses de corto y mediano plazo a la legitimidad del juego democrático, o abandonarlo cuando se interponga en su camino. Un riesgo es que decidan apelar a un caballero armado, que coja su lanza en nombre de sus intereses para “desfacer agravios y enderezar entuertos”.