Milagros Leiva

En sus horas finales no pudo gritar que era inocente como lo hizo frente al tribunal que luego lo condenó a 25 años de prisión; tampoco pudo pedir el perdón que tanto le reclamaban. No diseñó ninguna estrategia para volver a Palacio de Gobierno bailando el ritmo del ‘Chino’ y menos pudo decir adiós aunque tuviera un manuscrito de despedida que jamás alcanzó a leer frente a la cámara de su gran amigo Carlos Raffo. La última semana de su vida transcurrió entre el dolor físico y la impotencia. El cáncer le había ganado la partida y las casi 40 radioterapias en un intervalo de dos meses habían dejado su lengua y las paredes de su boca con heridas y llagas. El dolor era tan intenso que dejó de comer. Dejó de hablar, dejó de luchar. Sumergido en la morfina y en los relajantes, durmió los últimos dos días hasta que expiró arropado por sus hijos reconciliados. Keiko y Kenji le sujetaron las manos. Sus nietas Kaori y Kiara lo bendijeron. Y Sachie, su hija que le había rogado en todos los tonos no someterse a la inmunoterapia, alcanzó a despedirse por videollamada. Antes le había rogado que la esperara, que tomaría el primer vuelo desde Alemania. Su padre no pudo responderle. Nadie hubiera podido.

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