Desde lo alto de la quebrada Chavilca, en Cieneguilla, Justo Arizapana vio a los miembros del Grupo Colina cavar cuatro fosas y enterrar allí los restos calcinados de los estudiantes y el profesor secuestrados de la Universidad La Cantuta. Aquel sábado 25 de abril de 1993, Arizapana se había quedado a dormir en ese botadero de basura, en medio de la oscuridad, para cuidar los cartones y plásticos que iba a reciclar.
Ahora, veintisiete años después de ese hecho decisivo, Justo Arizapana ha fallecido, en Cañete, aquejado por las consecuencias de un derrame cerebral que sufrió en el 2011 y la pobreza extrema. Durante las últimas semanas sus problemas de salud se agravaron debido a fallos en varios órganos. Se le hizo un despistaje de COVID-19, pero las pruebas salieron negativas.
Antes de la parálisis, Arizapana vivió a salto de mata, con temor de las repercusiones de su testimonio. Había dibujado el mapa que sirvió para que los reporteros de la desaparecida Revista Sí dieran con el lugar de los restos y jalaran el hilo que derivó en el arresto del grupo paramilitar. Los periodistas que siguieron el detalle de este caso no dieron con él hasta el fin del régimen de Alberto Fujimori.
La noche de los hechos, poco después de las 12, despertó asustado por el ruido y las luces de los faroles de dos camionetas que entraron hacia el botadero. Arizapana había estado en prisión antes y vivía alerta, pegado a su radio. Trepó rápidamente hacia lo alto del cerro y desde allí vio lo que los hombres del mayor (r) Santiago Martin Rivas querían esconder.
No lo divisaron porque Arizapana conocía bien el sitio y pudo esconderse. Las camionetas alumbraron las excavaciones que una docena de hombres de porte militar hicieron por una hora. Luego de que se retiraran, Arizapana esperó despierto hasta el amanecer para acercarse a indagar qué era lo que acababan de esconder.
Encontró huellas de botas militares y pensó que habían enterrado minas o armas, por lo que se puso a cavar en una fosa que había quedado semi abierta hasta que tocó cartón. Lo arrancó y encontró cenizas, por lo que supuso que se trataban de cuerpos.
Con la ayuda de un amigo que conoció en prisión, el artesano Guillermo Catacora, Arizapana dibujó un croquis del sitio de los entierros. Se lo llevaron al entonces congresista Roger Cáceres Velásquez, del Frenatraca, quien presidía la comisión investigadora de la desaparición de los cantuteños.
Poco antes, el parlamentario Henry Pease había leído en el pleno una carta anónima, firmada por Comaca, seudónimo de un grupo de comandantes, mayores y capitanes, en el que se contaba detalles sobre el secuestro de las víctimas, en la madrugada del 18 de julio de 1992. El hemiciclo estaba controlado por el oficialismo fujimorista, pero aún así Pease logró que se forme este grupo de investigación, que Cáceres Velásquez lideró.
Los datos precisos de la carta que Pease había leído pusieron nervioso a Martin Rivas, por lo que ordenó que se muevan los cuerpos del sitio original del entierro, en la carretera Ramiro Prialé. Fue allí que sus subalternos los trasladaron hacia la quebrada Chavilca, donde el reciclador los vio.
Como Cáceres le había pedido pruebas, Arizapana regresó al lugar del entierro y extrajo el hueso de una cadera chamuscado para entregárselo como evidencia de su testimonio. El congresista le entregó una copia del mapa a los periodistas de Sí, Edmundo Cruz y José Arrieta, quienes, tras comprobar los hechos, destaparon el suceso.
Las hallazgos fiscales sirvieron para comprobar algo que sobre lo que en ese momento no se tenía certeza: que las diez víctimas secuestradas en La Cantuta habían sido ejecutadas. En las fosas, encontraron las llaves de Richard Amaro Condor, el hijo de Raida Condor, con las que abrieron su casillero y la reja de su casa, en el jirón Italia, en La Victoria. Más de una década después, Fujimori fue condenado por este caso.
La vida fue dura con Justo. La parálisis menguó su pequeño pero robusto cuerpo, por lo que tuvo que depender de sus escasos familiares, incluyendo su madre anciana, y de las colaboraciones de los organismos de Derechos Humanos. Antes de morir, escribió en algunos cuadernos sus hazañas, a las cuales había titulado “Un héroe en la oscuridad”. Un héroe que le dio paz a las familias que buscaban los restos de sus seres queridos en una época trágica.
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