Hace más de dos décadas, en 1999, un equipo de militares al mando del general EP Eduardo Fournier (quien operaba con el sobrenombre de ‘Tres Tres’) detuvo en Huancayo a varios senderistas, entre ellos Jorge Quispe Palomino, alias ‘Raúl’. El terrorista logró convencer a sus captores de que lograría que el resto de senderistas se rindiera. Pero los engañó.
El equipo de Tres Tres ha ubicado la casa de ladrillos del caserío de Uñas-Palian, adonde llegarán varios mandos senderistas. Eso ha dicho Paloma, la terrorista que ahora colabora con los militares. El 27 de junio, los agentes ingresan a la vivienda desocupada y encuentran un bastón metálico nuevo en una de las habitaciones. Feliciano es cojo, podría ser suyo. También hay una radio portátil. Suben al techo y descubren cables colgados a modo de antena de transmisión, además de cuadernos con claves y frecuencias. A las nueve de la mañana, alguien toca la puerta. El comandante de la policía Henry Cueva la abre con cautela y ve a un hombre flaco, con el pantalón y la camisa holgados. Este lo mira a los ojos, da media vuelta y huye, pero Cueva salta sobre él y lo coge del cuello. Ambos caen al piso, al lado del desmonte.
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—Yo soy agricultor, mire mis manos de chacarero, tengo mis parcelas por el río Ene —dice el hombre cuando le piden sus documentos y le preguntan a quién busca. Fournier escribirá después que el sujeto «tenía la apariencia de inofensivo campesino».
El hombre al que Cueva atrapó se llama Jorge Quispe Palomino, su alias es Raúl y pertenece al Comité Regional Principal de Sendero. Tiene unos cuarenta y cinco años, es de estatura baja y tiene marcados rasgos andinos. El día anterior, sábado, había ido a ver un partido de fútbol de una liga local y había dejado el equipo de radio en la vivienda de ladrillos. En argot senderista, esta es una casa de apoyo. Esta mañana de domingo, Raúl ha regresado porque debía reportarse con Feliciano, quien deambula cerca. Ahora está detenido. Tres Tres y su equipo saben que llegarán más terroristas, así que deciden instalarse allí y esperar. El espacio es gélido, por las noches, los agentes y los primeros capturados se sientan en el piso de cemento y se cubren apenas con mantas. En los días siguientes, cuando se refieran a esta vivienda, la llamarán «la Refrigeradora».
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El cerco sobre Feliciano se está cerrando, piensa Tres Tres. Además de Alcides y Raúl, varios otros senderistas, hombres y mujeres, son detenidos y recluidos en la casa de apoyo. En aquellos primeros días, Fournier y su equipo de militares y policías, ayudados por la doctora Mary, una psicóloga que trabaja para el Ejército, los convencen de colaborar con ellos y tender una trampa a su jefe, el cabecilla terrorista que camina cojeando en las alturas de Huancayo. A cambio, se les ofrece un buen trato durante la reclusión y un juicio indulgente. Raúl, experto en el manejo de la radio y conocedor de las frecuencias, logra contactarlo, pero en los primeros intentos la comunicación es entrecortada. Además, Feliciano sospecha que algo extraño ocurre. Dice por la radio: «Esto está recontra bravo, no vengas todavía», cuando conversan sobre el dinero y otros encargos que deben entregarle. Dice también: «Hay que sacar a otro sitio la casa». Se refiere a la vivienda de ladrillos de Uñas-Palian. Feliciano es un asesino sin escrúpulos que quiere continuar la guerra: si descubre que en su entorno hay soplones, tomará venganza contra ellos mismos o contra sus familiares en los campamentos senderistas.
Pocas semanas después, el 14 de julio, Feliciano y tres mujeres abordan un ómnibus viejo y ruidoso. El vehículo está vacío, ellos se ubican en los últimos asientos. Todavía no amanece. El ómnibus es conducido por un policía que, en sus días de descanso, trabaja como chofer de transporte público. El suboficial Adolfo Salazar no sabe quiénes son sus pasajeros; lo sabrá recién cuando, en un tramo de la carretera polvorienta, los agentes de un puesto de vigilancia le hagan una señal para detenerse y revisar la unidad. Estos identifican a Feliciano y lo capturan de inmediato. Una de las tres mujeres que viajan con él es muy joven y está asustada. Después, cuando conversen en un cuarto frío de la casa de ladrillos de Uñas-Palian, otra de las terroristas detenidas le contará a la doctora Mary, la psicóloga, que Feliciano golpeaba a la muchacha, que abusaba de ella desde que era una adolescente, que alguna vez le rompió las costillas para que no opusiera resistencia. La muchacha tiene el pelo largo y negro, es de baja estatura y tiene un cuerpo robusto. Se llama Melania Quispe Palomino, su alias es Rita. Es hermana de Raúl.
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El general Fournier permanece en la vivienda de Uñas-Palian con los policías y militares que custodian a Alcides, Raúl, Rita y otros senderistas capturados. Conversan, descansan, comen pollo a la brasa sentados en el suelo de cemento y con las piernas cubiertas con frazadas. Feliciano ya está en Lima. Días atrás, Fujimori ha viajado a Jauja y, desde la pista de aterrizaje del aeropuerto, ha dado la noticia a los medios. Luego han trasladado al cabecilla de Sendero en un vuelo de las Fuerzas Armadas hasta la capital, con la cabeza cubierta por un chullo y una bufanda. Han aterrizado en la base aérea de Las Palmas, justo al lado del condominio donde veinte años después vivirá Fournier, allí donde siempre se escucha el murmullo largo de las avionetas.
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En los cuartos fríos y oscuros de la casa que ellos llaman la Refrigeradora, la tensión inicial de los detenidos disminuye. Están más tranquilos porque su jefe, Feliciano, ya no podrá mandar a que los asesinen por soplones. Tres Tres pone en marcha la segunda parte de su plan: lograr que los terroristas que ahora tiene bajo su control convenzan al resto, a los que permanecen en el Ene, de que entreguen las armas y se rindan. Tiene una radio para que se puedan comunicar entre ellos. Pero, antes, quiere distender aún más los ánimos: organiza un partido de fulbito en el que participarán, en un mismo equipo, los agentes de su grupo y los terroristas capturados, contra soldados de una base del Ejército en Huancayo. Fournier manda a confeccionar las camisetas, consigue una pelota, compra gaseosas. El partido se jugará días después, para celebrar las Fiestas Patrias. Antes de ello, el oficial compra una guitarra en Huancayo, la lleva al cuartel y se la entrega a Raúl. Él canta, junto a su hermana Rita, canciones que les enseñó su padre, Martín, en las alturas de Ayacucho, cuando aún no había comenzado esta guerra.
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El general Fournier también recuerda detalles precisos de aquel día, el más crítico de su carrera militar. Se acuerda, por ejemplo, de que José Pareja, coronel del Ejército quien, como él, había peleado en el Cenepa, mantenía desde la época del conflicto con Ecuador una cábala, la misma a la que recurrió en los primeros viajes a Sanibeni: siempre colgaba en la cabina del helicóptero un cuadro del Señor de la Misericordia junto a un rosario. Pero aquel sábado de octubre el coronel no iba en el vuelo porque había sido relevado. Nadie colgó el cuadro. Fournier recuerda también que el segundo helicóptero, en el que viajaba él, no pudo descender con facilidad por las ramas de los árboles que rodeaban la zona de aterrizaje.
—Cuando sentí que el helicóptero se metió un panzazo, pensé: «Puta madre, una falla mecánica y no volaremos de regreso. Este es terreno de ellos». Y se apagó el motor. Bajaron primero tres, uno de ellos, el coronel José Orihuela. Yo siempre era el segundo en bajar, pero esta vez fui el cuarto. Cuando saqué la cara, no vi a nadie. Antes salían los niños y las mujeres de aquí, de allá, los de la masa de Sendero. Como no vi a nadie, ahí sí sentí temor. Pensé: «Nos vamos, me regreso». Pero mi gente ya estaba abajo, los del primer vuelo. Me asomé, y vino una explosión desde abajo del helicóptero. Caí a los pies de Orihuela. Me toqué la cara y olía a combustible. Después miro, y Orihuela ya no estaba. Ya había empezado la balacera, la vaina. Comencé a gritar fuerte, pensé que la mala entrada del helicóptero había desencadenado el fuego, que los terroristas se habían puesto nerviosos y quería pararlo.
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Fournier logra salir del helicóptero y evadir los disparos. Ve al piloto, el coronel Javier de la Cruz, muerto en su cabina. Ve a unos metros de distancia el cadáver del coronel Orihuela. Ve a otro de sus hombres, el teniente Robertson Soto, con las piernas cercenadas; sabe que en pocos minutos morirá desangrado. Cuenta cinco bajas en su equipo. Él está magullado, pero en alerta. Mira alrededor: sus hombres están heridos, golpeados, desorientados, pero a salvo. También están cerca de él algunos de los terroristas que viajaban en el helicóptero; una de ellas es Rita, pero no ve a Alcides.
—Estaba recién cargando el río Sanibeni y pudimos cruzar en diagonal. La psicóloga, Mary, dice que sentía en el río disparos desde arriba. No teníamos bolsón sanitario, me quedé con todos los heridos. Me he sacado el bividí para hacer torniquetes y otras vainas. La gente se resbalaba en las piedras. Éramos nueve o diez personas. En la noche les dije que no se agarren de las ramas de los árboles porque ahí duerme una serpiente, el loro machaco. No pude dormir pensando en lo que había pasado. El agua iba subiendo —cuenta el general.
Tres Tres camina con los demás sobrevivientes durante dos días. Logran llegar al puesto militar de Llanco Solín y allí los recoge otro helicóptero. Los llevan al aeropuerto militar de Mazamari, después a Lima. Los heridos son evacuados al Hospital Militar. El general no; él toma un taxi y se dirige a San Borja, a la sede del SIN. Ya todos los jefes del Ejército están enterados de lo que ha ocurrido en Sanibeni; ya el Gobierno lo sabe, los periodistas todavía no. Adentro, en las oficinas del SIN, se encuentra con otro general: «Ahora, ¿qué va a decir el Doctor?», le pregunta este a Fournier. El «Doctor» es Vladimiro Montesinos, quien no está en ese momento.
—Al final, me obligaron a ir al hospital con todos los heridos, con los arrepentidos, y me quitaron la pistola. Me trajeron chifa. Me pusieron una inyección y dormí hasta el día siguiente. Luego vinieron otras cosas —recuerda Fournier.
La noche del 2 de octubre, los terroristas que hicieron estallar el helicóptero, y que después se dispersaron —unos para robar armas de los militares muertos, otros para escapar de los disparos de los sobrevivientes—, se reagrupan en la oscuridad del monte. Uno de ellos, Jorge, se acerca en silencio a la aeronave. Horas antes, tras la explosión y la balacera, no tuvo tiempo para ver si había heridos, si todos escaparon. Piensa que quizá haya armas allí, o más cadáveres; que de repente encuentra a su tía Rita muerta o, quizá, a Tres Tres.
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