Los ‘millennials’ no lo recuerdan y los ‘centennials’ probablemente ni lo hayan escuchado nombrar, pero el Tío Johnny fue una institución a fines de los 60 y principios de los 70. En una época en la que en nuestro país solo existía la televisión de señal abierta, él dominó el horario de la tarde, reino de los programas infantiles, y supo encandilar a su bisoña teleaudiencia con una combinación bien calibrada de dibujos animados y concursos. Pero, sobre todo, con un peculiar carisma.
Sonriente y generoso con los premios que repartía en cada programa, el Tío Johnny era capaz de convencer de tomar su leche hasta a los que tenían intolerancia a la lactosa. Todos en el parvulario soñaban con gozar de un minuto de fama a su lado, todos ansiaban tenerlo de invitado en la celebración de su cumpleaños; todos, en fin, querían ser sus sobrinos. Y hoy, más de cuarenta años después, su espíritu parece haberse reencarnado en otro tío que, como solía decirse del original, “se las trae”.
–De la chacra a la olla–
Nos referimos, desde luego, al presidente Castillo, cuyos sobrinos han hecho noticia desde el principio de este gobierno. En estos días, sin embargo, dos de ellos –los otrora ubicuos Fray Vásquez Castillo y Gian Marco Castillo Gómez– se han borrado de la faz de la tierra y han entrado en la lista de “los más buscados”.
Como se sabe, sobre esos dos parientes del mandatario pesan sendas órdenes de detención preliminar por su presunto involucramiento en el Caso Puente Tarata: una situación que también apremia al ex secretario de Palacio de Gobierno, Bruno Pacheco. Este último, dicho sea de paso, es, a su manera, un nepote más del jefe de Estado, pues todos recordamos cómo su manto de protección lo cubrió durante los días inmediatamente posteriores al descubrimiento de US$20.000 de origen incierto en su despacho.
En honor a la verdad, habría que decir que el profesor Castillo parece ser muy desprendido con su condición de tío y los beneficios que se derivan de ella. La ha hecho extensiva a Rubdel y Fany Oblitas Paredes, hijos de su cuñada, y también a otros personajes que guardan con él un parentesco político más asolapado. No darían, pues, la impresión de constituir impedimentos para convertirse en sobrinos suyos ni la edad (porque varios de los que disfrutan de ese privilegio son ya mayorcitos) ni la ausencia de vínculos de sangre. De hecho, es probable que todavía no conozcamos a todos los sobrinos del presidente.
De cualquier forma, en lo que concierne a los sobrinos Oblitas Paredes, cabe recordar que Rubdel fue mencionado por Karelim López como parte de la supuesta mafia que orientaba obras desde el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, mientras que Fany obtuvo recientemente contratos con ese mismo ministerio por S/18.000.
En lo que toca a los sobrinos de cariño, por otra parte, basta pasear la mirada por las bancadas de la hipotética oposición en el Congreso para detectarlos. En la guardería de Acción Popular, abundan. Y en Podemos Perú, Alianza para el Progreso y Somos Perú asoman ya sin rubor y casi agitando el documento que los acredita como tales.
Detengámonos, por ejemplo, en la votación de la censura al ministro de Salud, Hernán Condori. La carrera relámpago de la chacra a la olla del médico brujo –el hombre duró menos de dos meses en la cartera– estuvo cantada desde que se ciñó el fajín. Su currículum, digamos, profesional y los videos que había protagonizado antes de incorporarse al Gabinete eran suficientes para anticipar que, a la primera ocasión, una mayoría de la representación nacional le bajaría el dedo. Pero él se las ingenió para sumar a esos estigmas otros relacionados con demoras en la vacunación contra el COVID-19 y renuncias de valiosos funcionarios del sector que no quisieron avalar con su presencia una gestión tan vergonzosa. Aun así, sin embargo, hubo legisladores de las referidas bancadas que no tuvieron empacho en jugársela hasta el final por Condori, con argumentos como el de no caer “en la presión de la prensa mediática” que pretendería llevar este gobierno “al caos”. Habría que haberle hecho notar, en realidad, que nadie puede ser llevado a una situación en la que ya se encuentra.
–Parte y reparte–
De cualquier forma, el curandero de marras acabó censurado, pero el episodio levanta varias preguntas. La primera: ¿cómo se las arregla el presidente para tener a tanto niño bien dispuesto a convertirse en su sobrino? Y la respuesta, en verdad, no es tan difícil de adivinar: compartiendo con ellos las tortas a las que, en su condición de primer tío de la nación, está en posición de meterles cuchillo. De hecho, la aspirante a colaboradora eficaz Karelim López ha dado ya una idea de cómo podría haber funcionado aquello, y la circunstancia de que sea una especialista en fiestas infantiles parece otorgarle una cierta autoridad en la materia.
Responder a la segunda interrogante, en cambio, supone internarse en terrenos más pantanosos. ¿Se limita el profesor a cortar las porciones de torta y distribuirlas entre sus consentidos a cambio de respaldo político? La solución a esa pregunta la conoceremos de seguro más temprano que tarde. Pero, en salvaguarda de la memoria del Tío Johnny, hay que aclarar mientras tanto que no es lo mismo un tío que se las trae que uno que se las lleva.
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