Convocar a elecciones dentro del plazo que corresponde no es un acto de heroicidad política. Toledo, García y Humala lo hicieron cuando les tocaba y eso no mejoró ni un ápice el pobre juicio que la mayoría de peruanos tenía en ese momento del mandato que estaban culminando. Y no lo mejoró porque simplemente estaban cumpliendo con la ley. ¿Qué mérito excepcional podría haber en ello?
Esta semana, sin embargo, al darle curso a ese mismo trámite, el presidente Vizcarra trató de envolverse en mantos épicos. “Cumpliendo mi compromiso, porque soy una persona de palabra, muestro aquí al país el decreto supremo que dice ‘convocar a elecciones para el 11 de abril del 2021’”, declaró con grandilocuencia, como si hacer algo distinto hubiese sido una prerrogativa a la que estaba renunciando.
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El mensaje implícito, claro, era “no voy a extender ilegalmente mi período de gobierno como algunos de mis opositores insinuaron que haría”, pero igual no se distingue qué hazaña hay en no cometer un delito.
Por lo demás, cualquiera que estuviese observando el escenario político con la cabeza fría sabía que Vizcarra no intentaría prolongar su mandato, por la sencilla razón de que no estaba –ni está– dispuesto a enfrentar las consecuencias del follón que nos está dejando.
— Not dark yet —
Eso, a decir verdad, era ya obvio hace un año, cuando trató de precipitar un adelanto de elecciones generales antes de que los resultados de su penosa gestión económica le dieran alcance y licuaran la popularidad que había conseguido enfrentándose al Congreso e impulsando la reforma de los sistemas político y de justicia (dos asuntos que, dicho sea de paso, sufren actualmente de un distinto grado de pasmo). Vizcarra no sabía qué hacer para que la economía del país volviese a crecer de manera importante y si alguien se lo sugería, no atinaba a ponerlo en práctica por el pánico que las medidas requeridas le producían. O, peor todavía, empujaba el coche en sentido contrario, como cuando se combinó a puerta cerrada con algunas autoridades arequipeñas para tirarse abajo la licencia que su propio Gobierno le había concedido al proyecto minero Tía María.
Como no consiguió el adelanto de elecciones, decidió jugar la carta del cierre del Congreso por la “denegación fáctica de la confianza”: una manera de mantenerse en el tope de la popularidad (por el desprecio general que este se había ganado a pulso) sin que la gente estuviese fijándose en la economía. Los resultados de ese literal golpe de mano los vemos ahora en el Parlamento de los ‘gremlins’, que ha conquistado la inverosímil proeza de ser peor que el anterior.
Y cuando todo ya estaba mal, nos cayó encima la pandemia... y Vizcarra fracasó en su intento de combatirla. En estos días, por si alguien no se ha enterado, hemos alcanzado el quinto puesto en el ranking mundial de contagios y un nuevo miembro del Gabinete –la ministra de la Producción, Rocío Barrios– ha dado positivo al COVID-19, lo que constituye algo así como la ilustración enmarcada de que el virus le ha pasado al Gobierno por encima. En el camino, además, el Ejecutivo ha terminado de arruinar la economía, paralizando actividades más allá de lo necesario y planteando absurdos burocráticos para su reinicio. Como se sabe, la caída de nuestra economía solo va a ser superada en el mundo por la de Belice y la de las Maldivas, una marca que figurará de seguro en algún equivalente al libro de Guinness al lado del nombre del presidente que nos empujó a lograrla.
¿Cuánto tiempo va a demorar todo esto en impactar en la gente que lo sigue vitoreando y empezar a reflejarse en las encuestas? No mucho. Sus dos últimos intentos de atarantar al público en las graderías –la amenaza de expropiación a las clínicas privadas y la confrontación con el nuevo Congreso– funcionaron poco o nada. Y la información sobre inquietantes contrataciones de servicios para el Estado asociadas a personas de su entorno florece en los medios con ímpetus de primavera. Vizcarra no tiene pinta de ser fan de Bob Dylan, pero igual sabe que, aunque todavía no esté oscuro, a eso vamos llegando.
— Capitán Tormenta —
Volvamos a examinar ahora, a la luz de todo lo expuesto, su convocatoria a elecciones. ¿Tiene en realidad algo de gesto de grandeza o muestra de desprendimiento? Pues, a decir verdad, ni un poquito. No solo porque, como anotábamos al principio, es lo que le tocaba hacer por ley, sino porque es una manera de salirse del centro del escenario antes de que empiecen las pifias.
La circunstancia de que lo haya hecho algunos días antes de que se venciera el plazo, por otra parte, obedece, en opinión de esta pequeña columna, a un apuro por romper el bloque que se había formado en el Congreso y comenzaba a complicarle la vida. La temprana largada, en efecto, pone a todos esos sectores políticos a competir entre sí y los obliga a dejar de estar mirándolo y escarbando entre sus desechos. La reacción de Keiko y Urresti procurando tomar distancia de lo aprobado por el mencionado bloque en la sesión virtual del fin de semana es una clara indicación de que esa competencia ya arrancó.
Vizcarra, entre tanto, se ha colocado disimuladamente una boya y sorteando los descalabros de una tormenta de naufragio ocasionada por él mismo, se ha corrido hacia la popa, cantándonos: “ojalá que les vaya bonito”. Y ya saltará mientras los aspirantes a sucederlo estén dándose de jalones por hacerse de la gorra de capitán. Con la esperanza, eso sí, de que dentro de cinco años nadie recuerde muy bien qué fue lo que ocurrió.