En la entrevista publicada ayer por la revista “Hildebrandt en sus trece”, el presidente Castillo lanza más de una afirmación digna de análisis. Dice el mandatario, por ejemplo, que la fiesta sorpresa organizada en Palacio por Karelim López para el cumpleaños de su hija lo sorprendió a él tanto como a la agasajada. ¿Cómo así consiguió la señora López licencia para montar una pachanga de esa naturaleza en la sede central del gobierno sin que él lo supiera? ‘Mysterium tremendum’.
Declara también el jefe de Estado que la designación de Daniel Salaverry como presidente de Perú-Petro obedece al hecho de que “ha sido una de las personas más críticas” a su gobierno y a su candidatura… De lo que se desprende que el almirante Jorge Montoya tendría que ir preparándose para asumir en cualquier momento el premierato.
Y, a propósito de sus promesas de campaña (felizmente) incumplidas, dice que la culpa es de la pandemia, olvidando, al parecer, que el COVID-19 ya campeaba en el país cuando él era candidato y derramaba esas promesas sin necesidad de que oleaje anómalo alguno lo hubiese hecho trastabillar sobre el estrado desde donde se dirigía a las multitudes.
De las sentencias pronunciadas por el profesor Castillo en la entrevista, sin embargo, las más reveladoras son, sin duda, las que le dedica al todavía titular del Interior, Avelino Guillén.
–Hombre de fe–
Confrontado por el entrevistador con la crisis que existe actualmente en el referido sector, a raíz de la abierta pugna entre el comandante general de la PNP y el ministro Guillén, el presidente asevera: “Estamos dándoles el tiempo y el espacio para que resuelvan los problemas”. Y más adelante describe al responsable de la cartera de Interior como un “hombre de fe”.
Como se sabe, el pulseo entre los mencionados personajes es de vieja data, pero en las últimas semanas ha cobrado singular vigor por la persistencia del jefe de la Policía, Javier Gallardo, en ciertas designaciones dentro de la estructura de la institución que Guillén objeta. El desacuerdo ha alcanzado a los nombramientos propuestos por Gallardo en diversas “direcciones”, pero todo indica que la más seria de las disputas es la que se libra en torno a la Diviac (División de Investigación de Delitos de Alta Complejidad).
En circunstancias normales, por supuesto, el pulseo se habría resuelto hace rato con la imposición del poder civil (que, por encargo del presidente, representa el ministro) sobre el ánimo insubordinado del mando uniformado. Pero ocurre que, en este caso, el jefe de Estado tiene un juego distinto: su cercanía al comandante general de la PNP, sostienen los entendidos, es mucho mayor que aquella que cultiva con el taciturno miembro del Gabinete que nos ocupa y, en consecuencia, se resiste a darle a este último el espaldarazo que requiere.
Según información que es ya de dominio público, el viernes de la semana pasada, Guillén visitó al mandatario para pedirle que lo librase de la daga que lleva clavada en la espalda desde que se incorporó al Gabinete, y este solo le dio largonas al asunto. Como es evidente, más de una semana ha pasado desde entonces y todo sigue igual. Y, sin embargo, lo único a lo que ha atinado el ministro ante la mecida de la que es objeto es a filtrarle a la prensa la especie de que está pensando “poner su cargo a disposición”.
Es, pues, en ese contexto, que deben interpretarse las declaraciones del presidente sobre “el tiempo y el espacio” que les está dando al jefe de la Policía y al titular de Interior para que “resuelvan los problemas”, o sobre la condición de “hombre de fe” que, a su juicio, tendría Guillén. Lo que el profesor Castillo está anunciando en realidad es que piensa dejar que este asunto se prolongue hasta las calendas griegas y que, además, el desorientado ministro se anda creyendo todo lo que le dicen.
La verdad es que, para no darse cuenta de que el jefe de Estado no otorgará el respaldo que se le demanda a menos que las circunstancias políticas se lo exijan, hay que estar muy ciego. Muy ciego o muy aquerenciado en el rinconcito del poder que a uno le han asignado. Y daría la impresión de que ese el caso de Guillén.
–Mantito sagrado–
Como tantos otros antes que él, en efecto, el actual responsable de la cartera de Interior presenta todos los síntomas de estar confundiendo el fajín ministerial con un jirón del manto sagrado; y por eso, a pesar del sostenido vejamen al que está siendo sometido, se aferra a él con furia. ¿De qué otra manera podría entenderse que, en lugar de poner al presidente contra la pared planteándole su renuncia inexorable si no acaba con las ambigüedades, pierda el tiempo soltando por ahí versiones de que, a lo mejor, tal vez, quién sabe, estaría pensando en poner su cargo a disposición?
Con un gesto de ese tipo, Guillén le daría a su salida del gobierno por lo menos una dimensión de declaración política, pero, lamentablemente, parece que no tiene la presencia de ánimo para adoptarlo. Así, lo único que está haciendo es ofrecer melancólicamente su cabeza, macerada y en bandeja, a quien la quiera cortar. Y en el Congreso ya hay varios voluntarios que se pasean con el hacha en la mano.
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