Ya sabemos que la decisión de aliarse con el Apra representa para el PPC la negación de buena parte de su historia. Ya sabemos que postular ahora en la misma plancha que Alan García no solo supone para Lourdes olvidar agravios, sino también desentenderse de las objeciones de fondo que planteó en las campañas del 2001 y el 2006 a su trayectoria política y moral. Ya sabemos asimismo que, en el último de esos procesos, ella afirmó que su actual compañero de fórmula la había sacado de la segunda vuelta en la mesa y no en las urnas, y que para esta vez había jurado y rejurado no hacer lo que finalmente está haciendo: candidatear a un cargo de elección popular. Ya sabemos, en suma, que con este acto los pepecistas y su lideresa han liquidado la leyenda aquella de que son “un partido de principios” y se han echado una soga al cuello. Pero lo que ha pasado relativamente desapercibido es que esta transacción de bochorno es consecuencia de otra anterior, tanto o más grave.
Pacto ético
Hace solo quince días, el PPC estaba al borde de una conflagración. En medio de acusaciones cruzadas de fraude, dos bandos se reclamaban triunfadores del proceso interno para elegir a los delegados que decidirían si el partido iba con candidato propio o en alianza a los comicios del próximo año. De un lado estaban los ‘reformistas’ de Lourdes Flores y del otro, los ‘institucionalistas’ del Raúl Castro; aunque ‘pituquitos’ y ‘sinvergüenzas’ eran más bien las denominaciones con las que cada uno de esos grupos prefería referirse al otro. La crisis era de tal naturaleza que no parecía admitir más solución que la expulsión de una facción por la otra, o la ruptura.
Intervino entonces el venerable Luis Bedoya Reyes y, bajo su vigilancia serena, los socialcristianos llegaron a uno de esos planteamientos absurdos que tantos éxitos les han reportado a lo largo de su historia (como, por ejemplo, cuando aportaron ministros a la segunda administración belaundista para que impulsaran, en los sectores que les asignaron, planes de gobierno que no eran los suyos). Esta vez, la idea luminosa consistió en que la determinación de quién hizo fraude en el proceso interno y la decisión de si iban solos o en alianza a las elecciones de abril correrían “por cuerdas separadas”. Es decir, una no afectaría a la otra. Y en realidad, contraviniendo la lógica más elemental, la segunda se produciría antes que la primera.
Porque, dejémonos de cosas, la lógica sugería que la acusación que los ‘reformistas’ les hacían a los ‘institucionalistas’ (haber introducido 1,149 votantes ilegítimos en la elección de delegados partidarios) y la que los estos les hacían a aquellos (haber promovido “padroncillos truchos” en el mismo trance) tenían que ser evaluadas y sancionadas antes de que la organización definiera su futuro político. Pero, en lugar de eso, ‘pituquitos’ y ‘sinvergüenzas’ acordaron dejar el esclarecimiento de cuál de los dos grupos había hecho trampa –y, eventualmente, cometido delito- para otro día, y abrazarse en un curioso pacto ético para integrarse, hombro a hombro, a las listas de la alianza con el Apra y ver si la ciudadanía andaba tan distraída como para premiar su descaro con algún puestecito en el Congreso o el Ejecutivo.
No hay primera sin segunda
Producida la incongruencia principista inicial, además, la siguiente -subirse al coche del adversario político que antes cuestionaron y denunciaron- era previsible. Y por más que ahora traten de convencernos con disquisiciones ampulosas sobre la necesidad histórica de postergar el primer asunto y las dudas morales que planteaba para atender el segundo, es probable que los nudos corredizos de ambos problemas acaben por ahorcarlos al mismo tiempo. Porque las cuerdas serán separadas, pero el patíbulo es uno solo.
(Publicado en la revista Somos el sábado 19 de diciembre del 2015)