Elegí estudiar veterinaria porque decidí escuchar a mi niña interior, que se asombraba con documentales de animales cuando llegaba a casa del colegio todas las tardes. Me encantaba la forma en la que algo tan complejo como el mundo animal podía llegar a ser entendido con tanta facilidad por alguien tan pequeña como yo.
Con el paso de los semestres académicos me he dado cuenta de que, a pesar de que mi visión sobre la carrera ha ido evolucionando, ese sentimiento de asombro hasta ahora no me ha abandonado y siempre me encuentro compartiendo mis conocimientos tanto con compañeros como con personas interesadas por la salud y el bienestar animal.
Puede que aún no sepa muchas cosas, y es muy probable que nunca las sepa todas, pero creo firmemente que cuando uno aprende algo no vale la pena a menos que lo comparta de buena voluntad. Es lo mejor que se puede compartir y heredar: el conocimiento. Y, en el caso de la medicina veterinaria y zootecnia, sobre todo, es vital que tanto estudiantes como profesionales hablemos y eduquemos, porque ello permite darles voz a nuestros pacientes, que aún viven en un país que no cuenta con las políticas ni la cultura adecuada para protegerlos como merecen.
Muchos problemas pueden solucionarse empleando las palabras correctas y, en nuestro caso, como veterinarios y zootecnistas, en nuestras palabras y acciones está el destino de la vida de miles de animales todos los días. El impacto de las palabras y el conocimiento es muy poderoso, sobre todo cuando viene dese una actitud gentil que otras personas están dispuestas a escuchar y de la que pueden aprender sintiéndose cómodos.
No creo que puedan imaginarse cuántas veces un consejo o una frase bien dicha por algún veterinario zootecnista ha salvado la vida de un animal.