Vuelven las sobras, por Carlos Meléndez
Vuelven las sobras, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Luis Castañeda es el político peruano contemporáneo más popular. Ninguna autoridad elegida tiene una aceptación de más del 60% de sus gobernados. Para una sociedad –como la peruana– donde la desconfianza en la política es moneda frecuente, tal nivel de aprobación es una excepción. A la vez, una oportunidad perdida cuando tan preciado recurso es subutilizado apenas para el prestigio personal, menos al servicio del bienestar de los limeños. 

La popularidad de Castañeda tiene varios contribuyentes: una marca personal construida sobre la base de su trayectoria administrativa y del desprestigio de su antecesora, y aprovechando una luna de miel extendida por el oportuno clima electoral. Pero no estamos ante la gracia de un mérito reciente. Al cabo de un año de su actual gestión, no ha ofrecido ninguna alternativa a los problemas que han hecho de Lima una ciudad con pobrísima calidad de vida. La típica respuesta castañedista de la obra de cemento puede ser oportuna para una ciudad recuperándose de una crisis económica (como fue Lima en los noventa), pero no para una urbe de un país que sueña con la OCDE.

La informalidad y la ilegalidad toman control de la ciudad y de sus gobernantes. La autoridad no solo ve resentir su legitimidad ante el avance de la delincuencia, el sicariato y el tráfico de tierras. Sino que además adopta la ‘ética’ perversa que reproduce el atraso: la obra inconclusa dejada a medias, indiferente al malestar cotidiano de los vecinos perjudicados (el ingreso a San Juan de Lurigancho), la arbitrariedad y el capricho como principio director de las prioridades metropolitanas (la ciclovía de la Costa Verde, el ‘by-pass’ de 28 de Julio), la leguleyada para evadir controles en la gestión pública (las tensiones con el Ministerio de Economía y Finanzas).

Castañeda ofrece una versión de liderazgo hecha de sobras, sin articulación ni norte compartido. La naturaleza personalista de su proyecto político no visibiliza la necesidad de construir pactos políticos plurales requeridos para forjar un acuerdo tecnocrático para la gestión de la ciudad. La indolencia de la cotidianidad es cruel para el limeño que aspira a una ciudad mejor. Así se tergiversa la realidad: el desarrollo se mide en número de centros comerciales, el ‘mall’ privado se percibe como espacio público, la privatización de las vías (peajes) es saludada, la declaratoria de emergencia de distritos es exigida como derecho (aunque precisamente signifique la claudicación del principio del Estado de derecho). La belleza de la ciudad sobrevive apelando a islas ‘hipsters’ de ciudadanos posmodernos, pero cuya dinámica micro-cósmica es el resultado de la segregación social del crecimiento urbano. Lima es una ciudad excluyente, discriminadora, egoísta, donde la calidad de vida se ha convertido en un bien lujoso que se protege a través de muros y guachimanes. Las playas –en este verano– confirmarán que no todos los limeños somos iguales bajo el sol.

El encargo le queda inmenso a Castañeda, cuya principal virtud se reduce a no ser identificado como responsable de la solución de estos problemas. Como líder político representa la modernidad incipiente y precaria, involuntaria, atrapada en la emergencia social truncada del migrante; no alcanza a expresar su versión institucionalizada. Castañeda nos convierte todos los días en pobladores, no nos reconoce como ciudadanos.