Uno no debería pedir consejos antes de salir de viaje. Suele pasar, como me ocurrió a mí, que a los temores y prejuicios propios se sumen los temores y prejuicios de los demás. Es la primera vez que viajo a esa ciudad, temeroso por mis problemas con el idioma y mis fobias hacia los tópicos turísticos.
Atravieso esa cortina de múltiples idiomas que nos envuelve en la calle, estorbo a los hombres en terno que corren con un vaso de café de cartón o el ‘smoothie’ en la mano, me sorprenden las bellezas acompañadas por fotógrafos que, aprovechando el rojo del semáforo, improvisan sesiones de modelaje sobre el crucero peatonal. En esa gran película llamada Nueva York, intento encontrar un lugar como simple extra y evito mirar o hablar con alguien, como me han recomendado. En las largas caminatas, solo levanto la mirada para intentar abarcar rascacielos que rompen la escala humana y superponen estilos. No miro rostros, pero sí acciones: mujeres negociando con ambulantes el precio de un bolso falsificado, novias a punto de casarse bajo las farolas de Central Park, silenciosos ‘homeless’ que despliegan sobre el suelo sus conmovedores carteles. Leo: “Sí, sé que soy la peor basura, pero solo necesito que me des 16 dólares”.
Cuando caminas sin levantar la cabeza, los museos son un refugio. A salvo de la multitud que te rodea, puedes mirar a los ojos el “Busto de Mujer” (1933) de Dalí, perderte en el cabello recogido de la joven tahitiana pintada por Gauguin en “Sur la plage” (1891) y abrazar, una a una, a “Las señoritas de Avignon”, pintadas por Picasso en 1907 en un burdel de Barcelona. La ilusión de humanidad puede paliar las soledades del turista tímido.
A las cinco de la tarde, a la hora del cierre, el museo se contrae sobre sí mismo. Los agentes de seguridad se convierten en arrieros que dirigen a los visitantes hacia la salida. Cerca de ella, encuentro un baño y alargo la visita. Al entrar, encuentro una línea de urinarios que se extiende hasta un fondo oscuro, todos ocupados. Busco alguno libre, pero una persona me cierra el paso. Sin mirarlo, me muevo a la derecha y la veo repetir mi movimiento. Me pliego a la izquierda y él insiste en la misma acción. Con displicencia, recuerdo una frase en inglés antes de dar permiso, su torpe mímica empieza a impacientarme. En el momento en el que levanto la mirada para encarar mi obstáculo, en su ansiosa mirada encuentro mi reflejo. Todo el rato he estado peleándome con el espejo. En ese momento incómodo, advierto que dos personas me observan. Ahora sí, de frente y bien mirado, descubro el desconcierto de dos turistas chinos que intercambian comentarios antes de alejarse, atónitos.