La crisis política en Chile no se origina en los escándalos de evasión tributaria y financiamiento irregular a partidos políticos de derecha (Caso Penta), izquierda o ambos (Caso Soquimich). Tampoco en los destapes periodísticos que descubren que un ciudadano sin patrimonio accede a créditos millonarios solo por ser hijo de la presidenta (Caso Dávalos). Desde hace un buen tiempo, Chile arrastra aprietos irresueltos. La transición post-Pinochet dio paso a un sistema de partidos que aparentaba ordenar programáticamente la competencia política. Pero cerrado al recambio, se desgastó. Así, la polarización ideológica carcomió el sistema, mientras agendas públicas emergentes (como la reforma educacional) desbordaron al ‘establishment’.
La desafección ciudadana alcanzó sus más altos niveles. Según la encuesta del Centro de Estudios Públicos de Chile, solo el 6% de chilenos confiaba en los partidos políticos antes de los escándalos mencionados. (Sí, mucho menos que en el Perú). Asimismo, según un reciente estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 40% de chilenos se sienten “ganadores” y 42% “perdedores” al ser interrogados sobre el impacto del desarrollo económico en sus vidas. Esto muestra chilenos de clase media profundamente insatisfechos. Es decir, el crecimiento sostenido de un país miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico –tome nota, peruano ‘wannabe’ de Primer Mundo– es inocuo para la satisfacción social. ¿Dónde queda el ‘modelo’ chileno? ¿Dónde se esconde ese perfil de desarrollo que tanta envidia produce entre las burguesías criollas de países vecinos? ¿En qué momento se jodió Chile, Condorito?
Los partidos chilenos, empero, todavía no agotan todos sus reflejos. Cuando un sistema partidario colapsa y es reemplazado por un proyecto autoritario, normalmente merma la calidad de sus políticos. Sin embargo, la clase política chilena resiste y, por lo mismo, es capaz de ensayar una salida de trascendencia estructural. En marzo último, la presidenta Bachelet reunió a especialistas y académicos en un Consejo Asesor contra los Conflictos de Interés, Tráfico de Influencias y Corrupción. Dicho equipo acaba de presentar un informe planteando medidas sustantivas sobre la regulación partidaria, la prevención de conflictos de intereses, la reestructuración de órganos públicos fiscalizadores, el reordenamiento del sistema de compras públicas y hasta la derogación de la célebre Ley Reservada del Cobre para controlar los gastos en el sector Defensa.
Si acaso el paquete de reformas propuesto fuera poco, la presidenta ha convocado a un proceso constituyente para comprometer a la ciudadanía en la renovación del pacto político. Se pueden cuestionar el camino y los mecanismos de dicha reforma, pero no su necesidad, su carácter y su envergadura. La apuesta es audaz porque la magnitud de la crisis lo amerita. Mientras en Perú se adoptan “reformas políticas” aisladas, tímidas y amateurs –a la altura de la calidad de sus “reformólogos”-, la élite política chilena ensaya un verdadero “shock institucional”. No espera que “la economía haga su trabajo” ni confía en “shocks sociales” paliativos. ¿Algún candidato presidencial peruano podrá articular una propuesta semejante a nuestra crisis institucional? ¿Seguiremos aletargados en el cuestionamiento existencial sobre tal crisis? ¿Insistiremos en la defensa de la “exitosa promesa neoliberal” (fallida en el sur vecino)?