El viernes por la tarde recogí a mi hija menor de la Alianza Francesa y, apenas subió a mi carro, me hizo esta pregunta. Extrañado, navegué con mi teléfono y me topé con los primeros informes sobre los terribles atentados del Estado Islámico en París. Mi conversación con ella durante el trayecto fue tan vaga como las noticias, pero al ver la marea de reacciones que luego se levantó en las redes me he propuesto que sea su carita curiosa el puerto de estas líneas. Han sido comentarios como el siguiente –que un conocido colocó en su muro de Facebook– los que me han impulsado con mayor ardor:
“Número de ataques terroristas judíos desde el 9/11: Cero.
Número de ataques terroristas cristianos desde el 9/11: Cero.
Número de ataques terroristas musulmanes desde el 9/11: 26.855.
¿Ves que no todas las religiones son iguales?”.
Me gustaría que al analizar estos atentados, la generación de mi hija pudiera remontarse a siglos atrás en vez de ver solo la última semana y que en sus cabezas apareciera el mapa del mundo y no el de una ciudad atacada. Entonces, quizá se darían cuenta de que la tensión entre el cristianismo y el islamismo no es de este siglo, y que en realidad asistimos a un complejo torneo geopolítico en el que la religión ha sido un acicate. Yo fui un estudiante cristiano al que le enseñaron que los caballeros iban a las Cruzadas a recuperar nuestros lugares santos, y me tomó tiempo darme cuenta de que lo que además estaba en juego eran corredores estratégicos para comerciar entre continentes. Combinar religión y guerra no ha sido, pues, patrimonio exclusivo de los musulmanes: recordemos que la Biblia fue usada como contraseña para capturar a Atahualpa. También soy un latinoamericano provinciano que ha admirado los grandes valores de Occidente, pero que ha tenido que sumergirse un poco más para encontrar los horrores que esta visión ha perpetrado en nombre de su concepto de progreso: la Inglaterra, cuyos cimientos admiro, que no dudó en volver adicta al opio a China para doblegarla a su comercio; la prepotencia de Estados Unidos, que obligó al Japón del siglo XIX a abrir sus fronteras con la amenaza de sus naves y el genocidio de millones de congoleños que avaló Leopoldo II de Bélgica son ejemplos poco discutidos en nuestras escuelas. Y así como aplaudimos los valores modernos del Occidente cristiano, debemos entender el resentimiento de quienes han visto usar esas banderas en sus países ocupados encubriendo una expansión meramente económica, como ha ocurrido con el petróleo en décadas recientes.
Para terminar de desbaratar aquel discurso sofista que busca colocar al judeocristianismo como el credo imperante, recordaré a un amigo, escritor y periodista, que fue yihadista.
Khaled al-Berry tenía 14 años cuando fue captado para ser una bomba humana. Curiosamente, la misma edad en que ciertas organizaciones católicas extremistas captan a sus seguidores, aunque su violencia no detone explosivos. Una noche, en su casa en El Cairo, le pregunté cómo decidió que volar por los aires a judíos y cristianos no era el camino por seguir y me respondió sonriente:
–Descubrí que el islamismo trata del amor y no del odio.
Lean, hijita mía, a historiadores diversos y encontrarán matices. Cotejen a la Biblia con el Corán y en ambos descubrirán atrocidades junto a enseñanzas sublimes. Lo que no deben hacer nunca, ante cualquier conflicto humano, es creer en las frases tajantes que señalan a un solo culpable.