(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
/ Giovanni Tazza
Gustavo Rodríguez

Sur de Bogotá. A las 9 en punto de esa noche, Diana y su novio estaban cerrando la puerta de su garaje, cuando oyeron unos disparos. El novio cayó herido y a los pocos segundos Diana constató, aterrada, que había dejado de respirar. Una vez que llegaron al hospital donde ambos trabajaban –ella como enfermera y él como conductor de ambulancias–, sus compañeros no pudieron revivirlo: tenía destrozada una arteria pulmonar.

Los investigadores señalaron que se trató de una bala perdida durante una cobranza por drogas y así lo confirmaron los dos testigos: el taxista contratado por el asesino y el individuo que se había salvado milagrosamente del sicario, pues había huido cuando a este se le trabó la pistola. Diana protestó: los disparos a su novio habían sido cuatro, ¿cómo podía ser una bala perdida? Fue entonces cuando Diana, oponiéndole al dolor una voluntad titánica, decidió convertirse en la detective extraoficial del caso.

Ahora que he escuchado su testimonio gracias a Radio Ambulante –ese estupendo podcast–, sé que lo que siga escribiendo nunca igualará a la emoción de su voz, y pido disculpas.

Resuelta y aguerrida, Diana ubicó las cámaras de vigilancia de su barrio, estudió horas de grabación; vio estupefacta y desde todos los ángulos las circunstancias de la muerte de su novio y, cuando tras su insistencia, la policía bogotana por fin le mostró el rostro de quien los testigos señalaban como el asesino, quedó impactada: se trataba de un chico alto, gordo, de 19 años, llamado Robinson Murillo, a quien no querían apresar porque era parte de una banda de microtráfico que era investigada desde hacía dos años y a la cual esperaban atrapar completa sin dar alertas.

Diana, entonces, decidió convertirse en “Leonela”.

Buscó el perfil del asesino en Facebook, creó un perfil ficticio y le solicitó amistad. Su Leonela imaginada era mucho menor que ella misma: tenía 21 años, había sido novia de un sicario y cumplía prisión domiciliaria con un padre que no admitía visitas. Robinson cayó seducido ante aquel tipo de feminidad digital: Leonela era comprensiva, le enviaba poemas y frases de aliento, y llegó el día en que el sicario publicó en su muro que había empezado una nueva relación. Bingo. Bordeando el asco que le provocaba enviarle palabras de amor al asesino de su novio, Diana consiguió con mañas que Robinson le relatara en un mensaje aquella noche trágica. Pero aquel testimonio no era suficiente, le advirtieron: si quería pruebas irrefutables, debían ser de su propia voz. Diana, entonces, convenció a Robinson de comprarse un celular mientras que, como enfermera solidaria del hospital de la zona, visitaba las casas de los otros integrantes de la banda para corroborar los datos que la policía le iba entregando.

La confesión verbal del asesino y sus motivos están en Radio Ambulante, así como el destino que enfrentó la banda entera. Moralejas quedan varias, pero quizá la más clara sea esta: nunca nos enamoramos de una persona, sino de una ficción alentada por nuestros deseos. O, tal vez, nos enamoramos de una situación.

Enamorarse hizo que el sicario fuera atrapado.

Sentir amor es lo que hizo que Diana encontrara justicia.

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