Mi sobrino me dice tío. Pero no me lo dice porque yo sea el hermano de su madre. En realidad, lo hace de la forma más española posible. A la manera de un “joder, tío”, digamos. A sus cortos 10 años, ha adquirido ese modismo de tanto ver youtubers españoles que hablan sobre Minecraft. Es parte del fenómeno de las jergas extranjeras contagiadas a través de Internet. Como los jóvenes (o no tan jóvenes) peruanos que hoy dicen “mano”, “pinche” o “no mames”, empachados de contenido de ‘influencers’ y ‘tiktokers’ mexicanos, o de series y películas dobladas.
A la par de ese por momentos desconcertante desplazamiento lingüístico, he estado pensando en algunas expresiones pasadas de moda. No exactamente en jergas, sino en fraseos curiosos. “Me he quinceado”, escuché el otro día, y me pareció un muy bonito anacronismo para un gesto hidalgo como es admitir el propio error. Recuerdo también que, de niño, si me ponía caprichoso pidiendo algo, me mandaban a rodar con un sonoro “anda a freír monos”, que siempre entendí como una figura entre nostálgica y surrealista.
También me suenan a expresiones de otro tiempo aquello de “pensar en las musarañas”, “estar aguja”, “salir a chivatear” o “estar zampado”. Cada una de ellas esconde un encanto particular, algún juego de palabras creativo; en otros casos, su origen es más bien críptico o está irremediablemente perdido. El ya mencionado “quincearse”, por ejemplo, no parece tener una procedencia clara, según lo explicaba Martha Hildebrandt en una de sus columnas en este Diario. Ella fue una de las personas que más se esforzaron en rescatar esas frases y encontrarles sentido. El querido y recordado Julio Hevia fue otro. Ya ninguno de los dos está con nosotros.
Y así se irán perdiendo esas formas de hablar y muchas otras más. Puede que queden en los libros, en los periódicos, en alguna carta; pero se extinguirán para siempre en el boca a boca, en la cháchara diaria. Se impondrá el desuso y las derrotará el silencio.
Nada de lo que haya necesidad de quejarse, por cierto. Es un proceso natural e inevitable que nuestra habla se transforme y adquiera nuevas formas. Y sí, puede que sea extraño tener que habitar entre mexicanismos, pero nada puede hacerse frente a la globalización de la lengua. Nos toca adaptarnos sin “requintar”. O reconocer que estamos en terreno ajeno y optar por “ahuecar el ala”. Hasta que quizá, como un milagro esporádico, escuchemos al vuelo alguna de esas frases viejas que nos llegarán como reliquias verbales. Y se activará en nuestra memoria la dulce melancolía por lo que fue y no será. ‘F’, como dicen los jóvenes.